Ignacio Camacho-ABC
- Todo pacto tiene siempre un precio. El de un acuerdo del PP con Sánchez es el de sacar a Podemos del Gobierno
Para el director de la estrategia del Gobierno, que no es el presidente sino el valido que ejerce de facto como primer ministro, la idea de los nuevos pactos de la Moncloa es un win-win, una opción irremediablemente ganadora. Si eventualmente saliese bien, Sánchez podría mutualizar los daños de su catastrófica gestión de la crisis; si sale mal, como es previsible, pondrá a tope de revoluciones la máquina de los reproches. Desde que estalló la pandemia no ha tenido una sola ocasión de llevar la iniciativa; ésta es la única que puede permitirle marcar el paso siquiera por unos días. No para resolver nada sino para hacerse la víctima, para tratar de maquillar su colección de fracasos con una tardía pose de estadista.
Por esa razón y por más que la convocatoria sea un burdo señuelo, Pablo Casado tiene la oportunidad de desenmascarar el juego y demostrar que lo que Sánchez llama pacto no es más que una exigencia de asentimiento. Pactar es ceder y los acuerdos siempre tienen un precio, que para el jefe del Gobierno no puede ser otro que la ruptura con Podemos a cambio de que el PP le garantice uno o dos presupuestos, asumiendo a su vez el altísimo coste de dar apoyo expreso a un adversario al que la derecha detesta incluso más que a Zapatero. Pero podría valer la pena el esfuerzo si lograse un cambio de eje en la legislatura con una mayoría sólida en el Congreso que enviaría un potente mensaje de estabilidad a los socios europeos, sin cuya colaboración no habrá manera de evitar el descalabro financiero. Los dos partidos de Estado -y Cs no tendría más remedio que sumarse a ellos- asociados en el común empeño de sacar al país de un atolladero gigantesco. Un tercio del Parlamento, masa crítica más que suficiente para sostener un Gabinete no de coalición sino de consenso.
No ocurrirá porque el presidente no está en eso, ni mucho menos dispuesto a correr el riesgo de que Pablo Iglesias capitalice el desgaste de una misión tan difícil abanderando el descontento. Su llamada desdeña la concertación en busca de la escenificación del desencuentro, del relato de la oposición egoísta que se desentiende de los intereses generales en el peor momento. Ese zafio truco reclama que Casado desnude la marrullería de requerirle un acatamiento sin condiciones ni contrapartidas. Ningún votante del centro o de la derecha entendería que avalase al Ejecutivo para desarrollar la agenda de estatalización podemita y proseguir la negociación con el golpismo separatista. Con los constitucionalistas no hay recorrido posible por esa vía. Ya el solo hecho de acercarse a Sánchez, por la desconfianza general que suscita, implica una cierta dosis de osadía: La Moncloa es ahora mismo un foco de contaminación literal -por los numerosos contagios que allí se registran- y política. Pero la responsabilidad de Estado obliga a intentar un compromiso aunque sea con mascarilla.