IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

Vamos con lo de siempre. En España existe la idea muy generalizada -la expande el Gobierno y sus voceros con una constancia franciscana- de que pagamos pocos impuestos. La conclusión resulta lógica: es necesario incrementar la presión fiscal sobre los ciudadanos y resulta imprescindible subirla a las empresas. Lo necesita el sostenimiento del Estado de Bienestar y lo exige la justicia distributiva. Correcto, pero ¿es cierto que pagamos pocos impuestos?

Las encuestas aseguran que la mayoría de los españoles (yo mismo, sin ir más lejos) consideramos que pagamos demasiado y que todos los que ganan más (usted, por ejemplo) pagan muy poco. Obviamente la cuestión se suele analizar a través de los cristales ideológicos con los que observamos la realidad y por eso es mejor compararse con los demás. El Instituto de Estudios Económicos ha venido en nuestra ayuda y ayer publicó los resultados de su último informe, que compara el esfuerzo fiscal de los españoles con la media del de los países de la OCDE.

Bueno, pues resulta que los datos desmienten, una vez más, a las ideas preconcebidas. Así, el esfuerzo fiscal que hacemos los españoles supera en un 53% al de la media de los estados de la citada organización internacional. No solo eso, España es uno de los cinco países con peor competitividad fiscal, tras caer de la posición 23 que ocupábamos en fecha tan cercana de 2019, hasta la 34 actual.

El esfuerzo fiscal pone en relación la presión fiscal con el Producto Interior Bruto ‘per cápita’ de cada país. El reparto de ese esfuerzo es curioso. Las empresas aportan el 32,5% de los ingresos públicos tras subir los pagos fraccionados, la base máxima y el tipo general, cuando la media de la OCDE es del 23,9%. Si nos vamos a la tributación de las personas con rentas más elevadas -IRPF y Patrimonio-, superamos la media europea en un 40,8%. Somos los segundos solo superados por Italia.

Pero no se desanime que ahora llega el impuesto sobre las grandes fortunas para superar ese puesto que nos falta para avanzar hasta la cumbre.

Lo malo de esto es que no satisface las ansias recaudatorias del Estado, ni las ambiciones redistribuidoras de los actuales dirigentes del país, que han convertido en sinónimos la presión fiscal y el progresismo social. Lo peor es que, mientras tanto, las inversiones extranjeras se ralentizan, pues los inversores tienen la desagradable costumbre de incluir a la fiscalidad en su análisis a la hora de elegir sus emplazamientos. Y eso es muy preocupante. Para los dirigentes no, para el país y para el paisanaje.