FÉLIX OVEJERO LUCAS – REVISTA DE LIBROS
· «Cuando se consiente vivir demasiado tiempo en el delirio el despertar es una pesadilla»: con estas palabras abría Antonio Muñoz Molina un artículo el 12 de marzo de 2004, cuando, como tantos españoles, incluso muchos de aquellos que más tarde han querido olvidarlo, estaba convencido de que la masacre de los trenes de Atocha era obra de ETA. Muñoz Molina estaba equivocado. Pero, para lo que importa, da lo mismo. En las mil y pocas palabras que seguían nos proporcionaba un impecable análisis de las tramas de complicidades, silencios y comprensiones que han servido de fermento a la violencia etarra. Se confirmaba, una vez más, que también para entender la barbarie se necesita cierta inteligencia práctica, la vieja phronesis, que no está al alcance de cualquiera ni, desde luego, se adquiere en las facultades de ciencia política. Relean el artículo. Yo lo hago con frecuencia. Llevo muchas horas fatigadas en lecturas académicas y les puedo asegurar que pocas veces he leído destilado en tan pocas líneas un ejercicio tan afinado de racionalidad moral. Deberían pasearlo por las escuelas. Y por las facultades: sobre todo, por las de ciencias sociales.
Cualquier miembro de la especie humana –y no solo de la especie humana1− está dotado de sensibilidad moral. Abundan los experimentos que confirman que en nuestros tratos con los demás operamos con una suerte de instintos morales, muchas veces a costa de nuestros intereses2. Se trata de eso, de «instintos», de reacciones o de disposiciones que se desencadenan en determinadas circunstancias. No son el resultado final de una demostración o argumentación, como nos lo recordaba aquel magnífico diálogo entre dos protagonistas de Horizontes lejanos −repetido más tarde en otro western, Forajidos− en el que, ante la pregunta de unos de ellos de por qué le impedía disparar por la espalda a un ladrón, el otro le contestaba: «Si te lo tengo que explicar, no lo entenderías». Esas sensibilidades últimas, básicas, estrechamente vinculadas con nuestros repertorios emocionales, vienen a ser como la visión, que se explica, pero no se fundamenta. Forma parte del programa, de nuestro repertorio de talentos sedimentados evolutivamente. Naturalmente, luego está la vida, que nos ayuda a refinar la sensibilidad moral, a educarla como educamos la gastronómica. O a degradarla.
A veces, no hay que dar muchas vueltas para entender el deterioro. Los autistas padecen problemas de insensibilidad moral, incapacitados como están para situarse en el papel del otro, para atribuir a los demás estados mentales, deseos y creencias y, por ende, para desenvolverse en el elemental juego del entendimiento humano, para la empatía y la compasión3. Entre intelectuales, no pocas veces, ayuda mucho a entender las cosas el marxismo más rústico: ya saben, aquello de que «la base material determina la superestructura», o, en una versión más elegante, la hipótesis de Upton Sinclair: «Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo comprenda». El pesebrismo. En otras ocasiones, se trata de patologías genuinas, como sucede con los sociópatas, o morales, como sucede con los cínicos. En una de esas dos últimas variantes cabría incluir al Arnaldo Otegi que, aunque sabe bien −y tan bien− que el terrorismo se sostiene en la amenaza de infligir sufrimiento, en «la socialización del miedo», por repetir el sintagma popularizado y aplicado por sus conmilitones, ahora nos dice que «no era consciente del dolor que provocaba ETA».
Todos los demás, mal que bien, podemos experimentar emociones morales, entender las de los demás, reconocer dilemas, aunque sea para responder de distinta manera4. Nos indigna la explotación laboral de una criatura, nos revuelve las tripas el trato despótico de los poderosos, no rompe el alma el maltrato a los refugiados. De algún modo, impreciso, sabemos que esas situaciones están mal. Bien es cierto que, con frecuencia, no somos capaces de justificar nuestras apreciaciones, ni siquiera de deslindar los aspectos emocionales, psicológicos o gástricos5. Pocos de nosotros estaríamos en condiciones de explicar el disgusto que nos producen cosas como mantener relaciones sexuales con nuestra mascota muerta en un accidente. O comérnosla.
Aunque no se causa mal a nadie, hay un no sé qué que nos impide realizar tales prácticas. Como hay un no sé qué en aceptar dinero de un extraño dispuesto a comprarnos nuestro lugar en la cola de un espectáculo o de un amigo que busca compensarnos por llegar tarde a una cita, por más que, en los dos casos, si se remata el intercambio, estemos ante un óptimo de Pareto: nadie pierde y al menos alguien se beneficia. Complicaciones de esta naturaleza invitan a pensárnoslo un par de veces antes de entregarnos inmediatamente a nuestros instintos morales: nuestras intuiciones son importantes, imprescindibles, para nuestras valoraciones, pero no suficientes. A falta de mejores razones, no es mala cosa fiarnos de ellas, pero a sabiendas de que no constituyen el tribunal único de nuestros juicios. Después de todo, durante mucho tiempo nos parecía de lo más natural privar de derechos a los negros y encarcelar a los homosexuales. Nuestras sensaciones morales no pueden ser el punto final de nuestras opiniones, pero, inevitablemente, sí el de partida. Por lo general, lo más recomendable es contraponer nuestras intuiciones a principios más generales, en un inacabable ir y venir, un permanente tejer y destejer, donde unas y otros se corrigen a la búsqueda de una convivencia más o menos armoniosa.
El afinamiento del juicio moral no es pan comido. En la hora de las decisiones, no es fácil traducir conjuntos de principios en recetarios o protocolos, como saben, y sufren, los investigadores en inteligencia artificial8. Afortunadamente, los humanos disponemos, además de nuestras emociones e intuiciones, del enorme potencial reflexivo que nos proporciona el lenguaje, mediante el cual podemos escapar a nuestras constricciones biológicas y biográficas, conjeturar sobre escenarios inexistentes, explorar experiencias ajenas, construir teorías sobre realidades que escapan a nuestros sentidos, planear mejoras sociales, analizar nuestras vidas o anticipar las consecuencias de nuestras acciones. Entre las herramientas que propicia el lenguaje para afinar la experiencia moral, la literatura no es la menos útil. Las novelas, como el cine, amplían nuestra mirada moral: nos obligan a transitar por otras vidas, a compartir peripecias, perspectivas y emociones, a reconocernos perplejos ante encrucijadas inexcusables. No hay lector de novelas que, a sabiendas o no, no acabe por decantar la elemental enseñanza de que los juicios morales son contextuales, prudenciales, que no recale en alguna modesta teoría de la virtud, si se quiere.
El talento de los artistas consiste en levantar tramas sin concesiones a la simplificación o a los catecismos escolares. La mejor filosofía moral contemporánea10, respaldada por solventes investigaciones empíricas, ha avalado lo que anticipara uno de los críticos culturales más inteligentes del siglo pasado, Lionel Trilling, en una conferencia acerca de la importancia de la novela para el desarrollo de la imaginación moral: «Para nuestro tiempo, el agente más efectivo de la imaginación moral ha sido la novela de los dos últimos siglos. Nunca fue, estética o moralmente, una forma perfecta, y sus fallos y defectos pueden enumerarse rápidamente. Pero su grandeza y su utilidad práctica residen en su incansable quehacer de envolver al lector en la vida moral, invitándolo a someter a examen sus propios motivos, sugiriéndole que la realidad no es tal como su educación le ha hecho verla. Nos enseñó, como jamás ningún otro género lo hizo, a entender la diversidad humana y el valor de esa diversidad. Las emociones del entendimiento y del perdón son consustanciales a la forma literaria en tanto que tal»11.
Edurne Portela, por formación, tiene el instinto moral entrenado en el trato con la literatura y, por biografía, acceso a un excepcional experimento natural donde aplicarlo: el País Vasco. Por eso, seguramente, no se le escapó el paisaje de fondo de Ocho apellidos vascos, una película que a tantos hizo reír y en la que algunos, incluso, quisieron encontrar el bálsamo de Fierabrás, «una vacuna de apenas ocho euros», contra la intolerancia, los prejuicios y hasta las ideologías étnico-identitarias, un divertido broche con el que rematar con un «aquí paz y después gloria» los años sin excusa. Pero, como nos recuerda la autora, la historia avanza sobre silencios y omisiones, entre ellas las que se refieren a un personaje central, interpretado por Carmen Machi, una extremeña, viuda de un guardia civil, que vive en un caserío solitario: «A cualquier conocedor de la realidad vasca, esta situación le debería hacer chirriar los dientes. Su viudedad es inquietante porque, irremediablemente, intuimos o por lo menos barruntamos que su marido ha sido asesinado por ETA». Portela, aquí y en muchos otros pasos, consigue sacarnos los colores, mostrarnos que, incluso los mejor entrenados, los pocos que llegaron a decir «yo no», de vez en cuando pierden los reflejos y se dejan atrapar por unos relatos que han naturalizado los múltiples recovecos de la indecencia.
Portela acude, entre otras cosas, a una atinada estrategia autobiográfica. En cierto modo, en muchas de sus páginas, El eco de los disparos es un ejemplo, si se quiere contenido, de Bildungsroman, de novela de formación. Por decirlo con los viejos –e insuperables− filósofos de la ciencia, nos describe su personal «contexto de descubrimiento» del horror. Su caso, uno entre tantos, es el de una joven despreocupada de su entorno que, expuesta al mundo, alcanza la condición de adulta moral: «Yo soy parte de esta historia y mi punto de vista para contarla es el del testigo; un testigo que, por muchos años, si no indiferente al problema de la violencia en el País Vasco, sí le dio la espalda, eligió no querer entender porque hacerlo resultaba demasiado complicado y emocionalmente agotador». Cada una de las cuatro partes del libro arranca contándonos (unas veces en primera persona, otras en tercera) su proceso de maduración, sin énfasis, hilvanando historias, suyas y de otros. La de Carmen, una vendedora de pescado, viuda de una víctima de ETA, atraviesa el libro y llega a desbaratar al lector más templado: «A la hija (Edurne Portela) le sorprendió mucho no saber nada de esa historia, sobre todo recordando que por aquellos años Carmen visitaba el negocio de su madre y tenía una relación muy estrecha con su abuela.
Su madre le contó que Carmen jamás dijo una palabra sobre el atentado o la muerte de su marido, que continuó vendiendo en su puesto como si nada hubiera pasado, y que posiblemente mantuvo su trabajo en el puerto durante tantos años como forma de copar con un duelo que sintió no podía hacer público. Cuando su madre le contó la historia, sintió unas ganas tremendas de sentarse un día con Carmen y preguntarle por esos años, por cuántos gestos de solidaridad recibió al morir su marido, por cómo ha sido vivir rodeada de consignas que defienden a aquellos que lo asesinaron, relacionándose con gente que ha vociferado “ETA, mátalos” a escasos metros de donde ella tiene su puesto de pescado. Pero no se atrevió, no se ha atrevido todavía a hacerlo». Así era aquel mundo y así es todavía. Por cierto, finalmente, la autora se decide a preguntar a Carmen. La respuesta nos enseña mucho sobre cómo están las cosas en el País Vasco, esto es, en nuestro país.
La experiencia personal, que no es sólo suya, sirve como andamio para levantar lo que le importa: la reconstrucción de un pasaje moral que parece querer olvidarse; peor, que ha convertido el olvido en una obligación. La desmemoria no se reclama de frente, quizá porque, con las huellas tan frescas, se reconoce la imposibilidad del empeño; pero sí mediante la marrullera estrategia de acudir al victoriano conjuro del «como si»: si nos comportamos como si nada hubiera sucedido, nada habrá sucedido. En palabras de Joseba Arregi: «No es que no sepamos qué nos ha sucedido. Es que pretendemos vivir como si nada hubiera sucedido». O todavía peor, con un paso de Joseba Zulaika que recoge la autora: «El narcisismo vasco no nos ha dejado ver y sentir en su verdadera medida el desastre de ETA. Y es que lo que no se siente, no existe».
Su intención última es recoger miradas que, desde el arte, se han opuesto «a la dinámica de silencio, complicidad e indiferencia»
Sin duda, como decía Yorgos Seferis, «donde toques, la memoria duele» y, resulta tentador entregarse a la recomendación de otro poeta, Juan Ramón Jiménez, cuando nos aconsejaba: «no os toquéis en el dolor». Pero eso no excusa la tarea. La reconstrucción moral que aborda El eco de los disparos resulta no sólo necesaria, sino urgente, pues no cabe descartar que la reclamación de olvido no sea más que un trámite preliminar para una deformación mayor: reescribir la historia y acabar sosteniendo que el «fin de la violencia», la derrota de ETA, es una conquista de quienes sostuvieron a ETA, de que los buenos tiempos se los debemos a quienes asesinaron y a quienes alentaron los asesinatos. Únicamente bajo ese desquiciado guion resultan inteligibles los despropósitos de estos meses: la acogida a Otegi a su salida de la cárcel, entre los aplausos de parlamentarios de aquí y allá, y su paseo por instituciones y televisiones, donde los entrevistadores se disputaban fotografías en su compañía; los homenajes a los etarras en pueblos con vecinos asesinados mientras se estigmatiza a los acogidos a la vía Nanclares, a los que se arrepienten del mal ocasionado; el ostracismo, el hostigamiento y hasta la violencia contra quienes han hecho más respirable la vida de los vascos, contra quienes no callaron y derrotaron a ETA. La consigna «Otegi, un hombre de paz» condensa impecablemente el delirio: puesto que le debemos la paz, en correspondencia, merecería nuestro reconocimiento público a través de la condición de representante político.
Como estamos tan acostumbrados a la deformación de la perspectiva, quizá no está de más recordar lo evidente: un país entregado al frenesí moralista, en el que basta una imprecisa acusación de corrupción para arruinar vocaciones políticas, tendría deudas morales con una persona con más de veinte delitos en firme relacionados con el terrorismo, entre los que, por cierto, cabría incluir su connivencia con el llamado «impuesto revolucionario», la versión más siniestra de la financiación ilegal. Que la consigna pudiera circular –y que la izquierda contribuyera tanto a su tráfico− no hace más que recordarnos que la derrota de ETA no se acompañó de la derrota del entramado mental que la sostuvo. Personalmente, sólo se me ocurre un sentido en el que cabría decir que a Otegi y a sus socios les debemos el fin de la violencia, el mismo que nos permite decir que a Hitler le debemos el final de la Segunda Guerra Mundial: si no hubieran existido, no se habría producido la guerra y, por lo mismo, no habría habido fin de la guerra.
La autora, ciertamente, transita por otros caminos. No se ocupa, por lo derecho, de hacer análisis moral ni del discurso político, pero sí recoge los ecos, su representación, a través del estudio de diversas manifestaciones artísticas, cinematográficas, literarias y fotográficas. El lector, al menos este lector, descubre nombres y obras en un detallado inventario que desmenuza la urdimbre moral, psicológica y emocional de este tiempo. No hay, conviene advertirlo, afán zoológico, taxonómico. La autora hace uso de herramientas propias de quien estudia las prácticas artísticas. Con una sensibilidad muy particular, claro, porque ella estaba allí, porque puede tasar lo contado con lo vivido. No estaba en el punto de mira, ciertamente, pero sí expuesta a los modestos desgarros −o no tan modestos− de que una palabra de más o un gesto a destiempo acabe por encanallar irreparablemente relaciones de amistad que hasta esa hora parecían invulnerables. La prosa de la vida, cuando la vida es un drama. En todo caso, su intención última no es literaria, sino metaliteraria: recoger miradas que, desde el arte, se han opuesto «a la dinámica de silencio, complicidad e indiferencia tan propias de la sociedad vasca, contribuyendo de esta forma a promover una imaginación ética».
En ese sentido, cabría decir que Portela defiende el privilegio epistémico de los testigos y las emociones. El arte oficiaría como un material para acceder a esa realidad: «Es lugar común decir que el testigo no siempre tiene una visión “objetiva” de la experiencia porque el impacto de lo vivido, las trampas de la memoria, la cercanía –que a veces es mayor, a veces menor– de los hechos le impiden narrarlos con la distancia deseada. La palabra “objetividad” siempre me ha resultado sospechosa, sobre todo cuando se esgrime en contra de supuestas injerencias afectivas o ideológicas en discursos artísticos […]. Por supuesto que la versión del testigo nos da un punto de vista afectivo, ideológico, ético… en definitiva: un punto de vista personal.
Pero creo que precisamente en ese punto de vista radica el interés de esta versión: en su representatividad, en su integración y elaboración imaginativa de la violencia en la ficción a partir del afecto, en cómo nos ayuda a entender la complejidad y la variedad de puntos de vista con los que acercarnos a este conflicto». Podría decirse que la autora hace inteligible –fundamenta− aquella afirmación falsamente atribuida a Stalin: «La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones es una estadística». La estadística, por supuesto, sistematiza la información, el inventario de la tragedia, pero nada nos dice de su sostén cognitivo y moral, de la trama de pequeñas y grandes decisiones que la hicieron posible. Para desmarañar esa urdimbre sirven trabajos como el de Edurne Portela, al menos a este lector, que si a algún sindicato pertenece es al de la filosofía moral12. Desde esa perspectiva me gustaría inventariar algunos asuntos que, a mi parecer, sostienen buena parte de su quehacer y, a la vez, están en el trasfondo de muchas de las reflexiones de este tiempo, después de los disparos.
La racionalidad de los asesinos
El novelista, inevitablemente, asume la racionalidad de los personajes de sus obras. Entiende que sus acciones son coherentes, inteligibles, a la luz de sus creencias y de sus objetivos. Sin ese supuesto, no hay modo de comprender nada, ni a los terroristas ni a los demás en nuestros tratos diarios. Entender, hay que decirlo rápidamente, no es disculpar: no es verdad que «tout comprendre, c’est tout pardonner». En contra del tópico periodístico, la violencia terrorista no es absurda o irracional. Es, sin duda, inmoral. Pero perfectamente racional. El terrorista tiene una meta, política, y está dispuesto a utilizar cualquier medio para conseguirlo. La violencia no es la meta, sino el instrumento. Precisamente por eso, por esa impecable racionalidad, cualquier cesión supone allanarle el camino. Si alguien sabe que matando consigue sus metas, y carece de bridas morales o emocionales, matará. Si, además, está convencido de que es una cuestión de grado, de que basta con aumentar el número y extender el alcance de las víctimas potenciales para que, al final, el Estado ceda, no dudará en hacerlo. Sobre todo, si se le sugiere que siempre tiene abierta una solución política, pactada, de que si detiene sus acciones el contador se pondrá a cero, de que los presos saldrán a la calle y el recuerdo de sus crímenes se borrará. Nadie detiene un conflicto cuando, en el peor de los resultados, se queda como está, y en el mejor, consigue lo que quiere. No hay misterio alguno.
Incluso hay algo turbio en declarar al terror irracional: «Si no cabe entenderlo, mejor pasamos a otra cosa», parece querer decirse. La anestesia moral acompañaría a la incomprensión intelectual. La propia autora lo destaca: «para la sociedad vasca, ahora sería muy fácil quedarnos ahí, decir “es que es incomprensible lo que han hecho”, señalando con el dedo desde una superioridad moral que considero que muy pocos hemos ganado. Esta narrativa que denuncia el fanatismo es importante, pero para nosotros, en el momento en que estamos, es demasiado tranquilizadora. Porque, como he venido señalando hasta ahora, lo que necesitamos en estos momentos no es que nos arropen y nos tranquilicen para así poder pasar página, sino que nos dejen al descubierto, con la incertidumbre de preguntarnos cuán cómplices hemos sido de la violencia y analizar lo más honestamente posible nuestra respuesta. Con una representación que nos aleja de forma tan radical del perpetrador, creo que el proceso de despertar una imaginación ética que nos haga responsabilizarnos de nuestra participación es, si no imposible, sí muy difícil».
La apreciación no puede resultar más atinada. No basta con denunciar: hay que entender al perpetrador, su mundo también resulta inteligible. Otra cosa es que uno pueda seguir a la autora cuando, a continuación, atribuye responsabilidades a todos, lo que equivale, de facto, a diluirlas: «al fin y al cabo, esta incomprensión radical del mundo del fanático es una manera de afirmar que se vive en otro mundo, que el de los violentos y los pacíficos son dos mundos distintos cuando, en realidad, es el mismo. Lo hemos construido juntos». En sentido secamente literal, la afirmación resulta indiscutible, porque todos estaban allí, en la escena del crimen, porque no hay asesinos sin víctimas, como no hay violador sin mujer violada, a la que, con frecuencia, acusará el primero de provocarlo. Y, por supuesto, para entender, se necesitan a unos y otros, pero esa aproximación metodológica, necesaria para entender, no los acerca moralmente, en responsabilidad, ni un milímetro. Sí, unos mataron porque otros se resistieron, porque unos cuantos se comportaron con coraje y decencia. Entre unos y otros, en calidad moral, media un abismo. Revueltos, pero, en ningún caso, juntos. Pero, sobre esto último, sobre las asimetrías, volveré al final.
El sufrimiento
De modo que sí, hay racionalidad, en el lado de la sombra. Hay racionalidad y también humanidad, porque la vileza es el resultado final de vidas normales que, sin mucho pensarlo, se encuentran un día con un arma en la mano. Eso sí, reconocer esta circunstancia, como la mucho más obvia de que también los terroristas aman, sufren y se ríen, no implica mejorar la calidad moral de sus apuestas o excusar sus responsabilidades. Algo que no siempre se entiende, como se deja ver en las apelaciones al «sufrimiento» tan frecuentes entre los críticos de la política de dispersión de presos, presentada como una violación de los derechos humanos, como si se tratara de una forma de terrorismo de Estado de baja intensidad concentrado en los familiares: un ensañamiento.
Un ejemplo más de una meditada distorsión de la composición del cuadro. Por lo pronto, porque la política de dispersión, apoyada por el propio PNV, buscaba, entre otros objetivos, impedir que las familias se convirtieran en rehenes de una ETA que en las prisiones seguía al pie de la letra las recomendaciones del libro de estilo de todas las mafias que en el mundo han sido, amenazando a cualquiera que tuviera la tentación de abandonar la organización. El alejamiento aseguraba cierta autonomía moral a sus militantes para poder dirigir sus propias vidas sin intimidaciones. A ellos y a sus familias.
Por lo demás, nadie puede discutir que las personas sufren cuando los suyos están en la cárcel, sea en Alcalá Meco o en Nanclares de Oca. Sufren porque no los ven crecer, porque sus planes de vida han sido truncados. Pero no debemos perder la perspectiva. Hay sufrimiento de los familiares, pero no castigo a los familiares. También sufren los padres cuando un hijo se marcha al extranjero. Como sufro yo por la indiferencia de Natalie Portman. Pero se trata de sufrimientos bien diferentes desde el punto de vista moral. No son lo mismo el sufrimiento como objetivo y el sufrimiento como efecto. Debemos evitar que, una vez más, las palabras sirvan para confundir antes que para deslindar. Ya conocemos el ardid, aplicado a conciencia con la generalización del sintagma «presos vascos», como si los etarras estuvieran en la cárcel por vascos y no por asesinos, como si la condición de vasco fuera un tipo delictivo incluido en el Código Penal.
«Dolor», «sufrimiento» o «castigo» han servido para empaquetar realidades muy diferentes y, cuando incluyen en el lote a las víctimas, se insertan en una operación, nada inocente, de manipulación. No todos los sufrimientos son moralmente iguales. El Estado no castiga a las familias, sino a los asesinos. Portman, al elegir a Benjamin Millepied, no busca castigarme a mí, aunque me tenga en un sinvivir. Antonio Meucci, cuando inventó el teléfono, no quería amargar la vida a los telegrafistas. El sufrimiento de las familias es un efecto lateral de su privación de libertad, como puede serlo la disminución de sus ingresos derivada de una fuente salarial menos. Nada que ver con el que produce ETA: el sufrimiento, la intimidación o el miedo de las víctimas no son el subproducto, el resultado no deseado de los actos de los terroristas, sino su objetivo elegido, la prevista consecuencia de su meditado cálculo político, racional.
El terrorista hace daño al que mata y, además, con su acción busca asustar o dañar a los que sobreviven. Todo ese dolor está incluido en las partidas de su balance contable. Su humanidad, el amor a los suyos, a sus cosas, no lo mejora. También Hitler sufrió por ver frustrada su vocación artística, por los achaques de su perro y por el amor de su sobrina. Esos sufrimientos muestran su condición de miembros de la especie humana, con su digestión o su condición bípeda. Pero la obvia condición humana no humaniza su actividad terrorista. Es más, precisamente por su capacidad empática, porque saben que al matar a unos asustan a los otros, es por lo que utilizan el terror como estrategia. Deslizar esa humanidad a la humanidad de sus causas es algo más que una falacia. Y peor.
El olvido y el silencio
«Ser testigo transforma al sujeto. Si no lo transforma, ya no es testigo, sino cómplice. En el silencio creado por la violencia, en la ausencia creada por la marginación, la exclusión e incluso la muerte, lo único que queda es la función del testigo para narrar lo callado y para recordar a los que faltan»: el grado de exigencia moral de la autora en este paso no puede ser mayor. Hay que mirar el mal y recordarlo. Y no cabe volver la cabeza. Quien lo hace no recupera una imposible neutralidad, sino que cae del lado del mal, ejerce de cómplice. Como en el poema de Octavio Paz: «La culpa que no se sabe culpa, / la / inocencia, / fue la culpa mayor». El silencio es culpable. Sin llegar tan lejos, hay una verdad indisputable: nada habría sido posible sin el silencio de tantos.
Por eso, cabe pensar, quiere olvidarse el silencio. No cuesta mucho. El arte del olvido del silencio, como el arte de perder en el poema de Elizabeth Bishop, «se domina fácilmente». Sobre todo cuando contribuye a amortiguar el ruido de la propia biografía. Reclamar el olvido hoy es la mejor manera de escamotearse la pregunta de por qué ayer no se quiso saber, por qué se miró hacia otro lado. Acuérdense: «El País Vasco: dos mil personas con guardaespaldas, y dos millones que no lo ven». Y, también, reclamar el olvido es una manera velada de admitir que se sabía. El silencio presume conocimiento. Decide callarse quien puede hablar, quien pudo conocer algo y se empeñó en no saber. De que la ignorancia era elegida caben escasas dudas: «se prefiere no saber, se prefiere no ver; esta ignorancia se permite y se asienta a través de la práctica del silencio, herramienta que se usa para no articular y no comunicar un conocimiento que se intuye, que se sabe existente».
Por supuesto, en el principio fue la mentira, como consignaba el poema de Rudyard Kipling («If any question why we died, / Tell them, because our fathers lied»), tan ajustadamente adaptado por Jon Juaristi en su Spoon River, Euskadi: «¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes, / y por qué hemos matado tan estúpidamente? / Nuestros padres mintieron: eso es todo». Desgraciadamente, no es todo. El problema más grave es que la mentira se sostuviera en el tiempo y contra toda evidencia. Entenderse, se entiende. No faltan resultados de la teoría social que explican cómo funcionan esos procesos: cómo distorsionamos nuestra percepción de la realidad cuando al lado otros la perciben o describen distorsionada; cómo la errada convicción de cada uno de que todos los demás comparten una creencia mantiene mentiras colectivas, que, en realidad, pocos creen; cómo somos máquinas de atribuir sentido a acciones nuestras –de autointerpretarnos− realizadas por motivos que ignoramos o queremos ignorar; cómo somos sensibles únicamente a la información compatible con nuestras cobardías; cómo la mentira repetida nos insensibiliza respecto a las emociones negativas asociadas al acto de mentir; cómo reajustamos nuestras ideas para acompasarlas a nuestras resignaciones.
Habrá que acudir a estos mecanismos psicológicos y neurológicos, que concurren para que percibamos como normales las mayores aberraciones, cuando quiera explicarse cómo una mayoría de vascos se pertrechó con unas convenientes anteojeras para aceptar como «normal que algunas personas, debido a sus cargos políticos, su ocupación profesional, su ideología y/o clase social, hayan sido o sean el objetivo de ETA y de sus colaboradores».
Teorías empíricas sobran. Pero ninguna resuelve ni puede resolver el problema moral que sintetizara el lema que, con diversas variantes, consolidó Martin Luther King: «Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos como del estremecedor silencio de los bondadosos»: el problema del Mal consentido, por decirlo con el título de un ensayo que Aurelio Arteta dedicó a las responsabilidades de omisión que han sostenido el terror de ETA14, ese «mal de tantos [que por serlo no] parece un mal de nadie en particular», en palabras de la autora citando a Arteta. El problema, naturalmente, no es nuevo. La responsabilidad por inacción es un problema clásico de la filosofía moral15. De hecho, el Código Penal contempla en el Título IX del Libro II, integrado por los artículos 195 y 196, los delitos de omisión del deber de socorro «a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando se puede hacer sin riesgo propio ni de tercero». Pero si el problema no es nuevo, sí lo es su magnitud, la gravedad de lo sucedido y la desmesura de la mentira que lo alimenta16: la tesis de la condición «colonial del País Vasco» que es, en román paladino, lo que está detrás del relato nacionalista. Una locura. No estamos ante una sociedad explotada sino, antes al contrario, ante una sociedad con unos privilegios fiscales sostenidos en el tiempo.
Y, aun menos, ante una comunidad no reconocida culturalmente. Más bien al contrario, las políticas culturales, identitarias, funcionan, de facto, como filtros para excluir socialmente a los supuestos explotadores. Un trastorno que, por cierto, hemos naturalizado todos los españoles. Pudo comprobarse hace bien poco, cuando, «por error», se concedió el Premio Nacional de Traducción (de una lengua extranjera) a una traducción al euskera de las obras de Teresa de Jesús. Todo el mundo se escandalizó de que se tratara al español como una lengua extranjera. Pero nadie reparó en el escándalo mayor: entre los doce miembros del jurado sólo una persona estaba en condiciones de valorar la traducción. Llovía sobre mojado. Hace pocos años se concedió el Premio Nacional de Ensayo a un libro escrito en euskera que, salvo un miembro del jurado, nadie podía leer: los demás se conformaron con «un resumen de diez páginas». Es como dar el Oscar a partir del tráiler de una película. Un jurado compuesto por graves intelectuales se prestó a ese fraude en nombre del «reconocimiento» a una cultura ignorada.
Las espirales del silencio, bastante comunes, se entienden a partir de mecanismos como los más arriba inventariados. Lo que no es tan común es que se llegue tan lejos en la brutalidad y en la complicidad del consentimiento. Sucedió, por supuesto, en la Alemania nazi: nadie quería saber. En el caso alemán, el racismo facilitó la operación. Otras veces es la xenofobia. Si el otro no forma parte de la propia comunidad moral, su sufrimiento no nos compromete. El nacionalismo asume supuestos no muy diferentes. Después de todo, el «nosotros somos diferentes y, por ende, podemos decidir aparte», sobre el que se levanta el edificio soberanista, no es más que la versión mostrable de un «nosotros somos mejores». Situado en esos terrenos, el nacionalismo, como sucede con el racismo o el sexismo, encuentra franco el camino para acabar naturalizando el desprecio o el maltrato a quienes no considera igualmente dignos, a quienes busca excluir de la condición de conciudadanos. Pero, sobre esto, habrá que volver más abajo.
Las palabras
La autora, conviene decirlo, no establece ninguna conexión conceptual, de principio, entre el nacionalismo y lo sucedido. Pero, en algunos pasajes dedicados a examinar la retórica nacionalista, nos proporciona abundantes materiales para entender cómo su calculada selección de palabras ha contribuido a incubar el huevo de la serpiente. La ontología nacionalista ha ayudado mucho a inocular las perversas ideas. En 1947, Victor Klemperer ya había advertido de cómo opera esta ingeniería del alma: «Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico». La ontología y la ingeniería social. Basta con echar una tarde viendo las televisiones en manos de gobiernos nacionalistas para comprobar la meditada selección de un léxico que abarca la política, el deporte, la climatología o la gastronomía y cuya intención explícita es despegar a las gentes de su trato natural con las palabras: conflicto vasco, relaciones entre España y Cataluña, leyes españolas, temperatura del Estado español, presos vascos, la lengua del Estado, gobierno español, unionistas (como si estuviéramos separados de facto). Los nacionalistas no esperaron a leer a George Lakoff para reparar en la importancia de imponer sus metáforas.
Las palabras como fronteras entre conciudadanos. Impusieron nuevas palabras y con ellas la aceptación de la imposición. Sin tregua, sin complejos y sin el menor respeto al afán de neutralidad. Las nuevas generaciones, instaladas en la ontología nacionalista, ni siquiera son conscientes de la indecencia de sus quehaceres. A la espera de investigaciones detalladas sobre el periodismo de estos años, la conjetura no queda desmentida por la naturalidad con que jóvenes periodistas de la televisión vasca se ofrecieran para encabezar las listas de Sortu. Tan natural les parece la patología que ni parecen reparar en que sus decisiones son eso, decisiones, no el curso natural de la vida. Y no descarten que hasta informarían escandalizados, si fuera el caso, de que presentadores de los informativos de TVE aparecieran en las listas del PP.
Se aspira a emborronar lo sucedido en los años de plomo, a acuñar una descripción reblandecida.
A Edurne Portela, con el oído sensible al lenguaje, no le pasa inadvertida la operación. Se apoya en George Steiner y, más cercanamente, en Manuel Montero, en su ensayo Voces vascas, para mostrarnos la eficaz estrategia de la izquierda abertzale para generalizar sus expresiones y hacerlas pasar al vasco común: «esta apropiación de la palabra es significativa porque implica la imposición de una visión, de un imaginario en que lo vasco es victimizado y lo español encarna al agresor y lo indeseable, como demuestra el uso siempre negativo de palabras como España, español o Constitución. El trabajo constante de imponer esta visión del mundo social vasco a través de principios de división frente a todo lo no vasco y victimización histórica de todo lo que sí lo es, acaba convirtiéndose en el relato que otorga sentido a la violencia e impone un consenso sobre ese sentido». Palabras polvorientas que entristecen lo limpio, por decirlo con el verso de José Hierro.
El fin de la violencia ha ofrecido nuevos dominios para renovar el guion. Se aspira a emborronar lo sucedido en los años de plomo, a acuñar una descripción reblandecida. La verdad pactada, negociada. Como han destacado Joseba Arregi y Luis Castells Arteche, y nos recuerda Portela, se ha iniciado una batalla hermenéutica que, en lo esencial, ha consistido en poner en circulación «varios mantras de calado popular: necesidad de reconciliación, consenso, superación del odio, encuentro, visión compartida…, términos que en muchos casos conducen a buscar una verdad confortable, o a una visión autocomplaciente que nos otorgue tranquilidad». La verdad como acuerdo con las mentiras. La metáfora de la reconciliación o el reencuentro, como tantas otras metáforas espaciales, sugería que «todos deberían moverse», también aquellos que se mantuvieron donde corresponde, en la defensa del Estado de Derecho. Como si ellos también hubieran hecho algo mal, como si su ubicación no señalara el lugar natural de la convivencia democrática, como si unos no hubieran defendido el bien y otros no hubieran querido asesinarlos por ello. Previsiblemente, buena parte de la sociedad vasca se ha entregado a la nueva palabrería con verdadera devoción. El ubicuo principio de entregarse a los relatos de menor resistencia, una vez más, ayudando a decorar cobardías.
Otra pauta en la renovación del guion ha consistido en acudir a descripciones que subsumen, que liman las aristas de palabras cuya función natural es establecer distinciones. Subsumir es la mejor manera de diluir responsabilidades y diferencias. Había que lamentar todas las muertes y todos los sufrimientos, como si todos los muertos fueran iguales, como si sus vidas hubieran sido igualmente valiosas, como si pudieran equipararse moralmente la muerte del terrorista mientras manipula una bomba con la de su última víctima. Intentado mostrar el desafuero de estas comparaciones, Reyes Mate citaba a Jorge Semprún en El largo viaje: «No todos los sufrimientos son iguales, no todas las muertes pesan lo mismo. Ningún cadáver del ejército alemán pesará jamás el peso en humo de mis compañeros muertos en Buchenwald»18. La impertinencia de la equiparación no deriva del desigual vínculo personal y, por ende, emocional que Semprún pudiera tener con las víctimas: en los potajes emocionales, los simpatizantes del terror se sienten cómodos, porque es verdad que cada cual llora a los suyos y, en ese sentido, todos quedan igualados.
La impertinencia de la equiparación procede de nuestro desigual vínculo moral, no en tanto individuos, sino como miembros de una comunidad democrática. Lo que impide confundir a unos con otros es la justificación última de las muertes, la razón por la que murió cada cual: unos para acabar con la libertad que otros defendieron. Como sostiene Jokin Muñoz y reproduce Portela: «No me gusta el plural de violencias o sufrimientos. O por lo menos no me gusta cuando nos referimos al terrorismo de ETA. Efectivamente, ha habido muchas violencias y muchos sufrimientos, pero habría que afrontarlos, analizarlos y condenarlos sin mezclar unos con otros. Te voy a poner un ejemplo bastante ilustrativo, sin ánimo de equipararlo en magnitud. La Segunda Guerra Mundial fue un cúmulo de violencias y sufrimientos. En ella ocurrió el Holocausto, que unánimemente se ha condenado, se ha recordado y se ha insistido en su enorme crueldad. De manera singular, sin mezclarla con otras barbaridades del mismo conflicto bélico. ¿Por qué? Porque era tal su magnitud que había que colocarla sola bajo los focos. También ocurrieron otras violencias y otros sufrimientos, por supuesto, como los bombardeos aliados a la población civil alemana, o el comportamiento de las tropas soviéticas. Estos sucesos han recibido actos de homenaje y de recuerdo a sus víctimas, pero a nadie se le ha ocurrido abarcar todas ellas bajo el epígrafe de “violencias de la Gran Guerra”, y homenajear a todas las víctimas»19.
Las sombras de la ley
Edurne Portela examina el mapa completo. Y el mapa completo inevitablemente incluye no sólo producciones artísticas que comprenden a ETA, sino otras que la disculpan o justifican. En algunos casos, dado su menesteroso maniqueísmo, por comparar por algún lado, dejarían al peor realismo socialista a la altura del Ulises de Joyce. Pero también hay productos artísticos más elaborados que nos recuerdan lo que antes anticipaba: que los asesinos y sus familias también lloran, que también ellos padecen «los comunes casos de toda suerte humana», que diría Borges. Sus criminales actos son el resultado final de elecciones menores no tan distintas de las de cualquiera de nosotros. Hay humanidad en los terroristas y también cometieron atrocidades quienes los combatían, que no siempre han estado a la altura de los principios que invocaban. Sí, la dispersión de los presos, el resentimiento de las víctimas y el GAL también forman parte de los ecos de los disparos.
Cuando pisa estos terrenos la autora, que ha argumentado con solvencia la necesidad de tomar partido, nos advierte frente al peligro de que, al querer evitar la equidistancia, la superstición del punto moral medio entre el violador y la víctima, acabemos por no entender a los otros. El aviso aparece de manera tangencial: «Lo que muchos llaman equidistancia es en repetidas ocasiones un ejercicio de profundización del pensamiento, un cuestionamiento honesto de la realidad, un intento de ampliar una imaginación reducida y enquistada». Tiene razón, aunque quizá debería buscar otra palabra: la equidistancia, por definición, incapacita para entender. La equidistancia consiste, precisamente, en evitar el reto de pensar, en fijar el punto de vista propio a partir de −por subordinación a− lo que establecen otros, «los extremos». La fatigada cháchara de las terceras vías y los centrismos que tantas veces excusan de la obligación de pensar con la propia cabeza. No se miran las cosas de frente, sino que se pastelea con los relatos ajenos y, más tarde, una vez mezclados los sabores, se presenta el nuevo engendro como «un nuevo punto de vista» supuestamente mejor, como si los promedios de errores mejoraran los resultados. Por definición, la negación de la autonomía intelectual.
Lo que no es tan seguro es que la autora evite siempre esos cenagosos terrenos, sobre todo en algunas de sus apreciaciones en torno a polémicas suscitadas por algunas películas, como Tiro en la cabeza, de Jaime Rosales, o la serie de fotografías (Basque Chronicles), de Clemente Bernad, incluida en una exposición del Museo Guggenheim titulada Chacun à son goût. Sin duda, hay dos puntos de vista, «para algunos el terrorista es un ser abominable y para otros un héroe», y tiene perfecto sentido –aunque tampoco compromete mucho− preguntarse «¿Cómo conseguir una convivencia pacífica post-ETA?» Pero, para lo que importa, resulta completamente irrelevante invocar como argumento moral «que el terrorista tiene un entorno en Euskadi que lo ampara y lo protege y que más de la mitad de los ciudadanos vascos han dado su voto a partidos nacionalistas, desde la izquierda abertzale de EH-Bildu hasta el nacionalismo moderado del PNV». El terrorista, en tanto terrorista, como asesino, es un ser abominable. El hecho de que algunos lo consideren un héroe no lo mejora moralmente. No importa que se trate de unos pocos o de miles. Al revés, el confort tribal degrada al personaje, entrega al asesino a la autocomplacencia, lo aleja de Dostoievski. En realidad, la magnitud de la comprensión confirma la gravedad de la patología.
Que, al otro lado, recordándonos la exacta estatura moral del criminal, estén muchos menos, no debilita la calidad moral de esos pocos, sino que, antes al contrario, nos confirma su coraje intelectual, su capacidad para pensar autónomamente, para no buscar el cobijo de la tribu. Ese desequilibro de dignidades queda impecablemente recogido en una escena de una novela de José Manuel Fajardo recogida en El eco de los disparos: «la concentración pacifista comenzó a disolverse, cosa que fue interpretada por los contramanifestantes como un signo de su victoria y, a modo de despedida y señalándonos con acusadores dedos índices mientras nos íbamos, comenzaron a gritar a todo pulmón: “¡ETA, mátalos! ¡ETA, mátalos!” Y allí estaba aquel niño, a caballito de su padre, señalándome con entusiasmo con su pequeño dedo índice mientras le pedía a ETA que me matara». Creíble y aberrante. Por supuesto, en este caso no cuesta saber dónde se sitúa la superioridad moral.
Del lado de la minoría. En ningún caso en un punto medio que nadie sabe –ni puede saber− dónde está. Superioridad que se confirma cuando las víctimas, que nunca apostaron por la venganza, por «un terror del otro lado», reclaman el cumplimiento de las penas. Con toda la razón del mundo: el Estado podría incluso, incurriendo en un error, realizar concesiones políticas; sobre eso las víctimas no tienen nada especial que decir, al menos, nada más que cualquier otro ciudadano. Lo que no parece razonable es que quienes confiaron en el Estado deban convertirse en moneda de cambio, que los delitos cometidos contra ellos sean disculpados en aras de una negociación política, entre otras razones porque ellos se comprometieron con las leyes y no buscaron la justicia por su cuenta. Vendría a ser como si el Estado pagara la deuda pública con el dinero destinado a reparar a los damnificados por un terremoto o con la partida dedicada a la jubilación de los funcionarios.
Es más, sólo cuando se tiene claro que la calibración moral nada tiene que ver con equilibrios y equidistancias, sólo resistiéndonos al relato de las dos partes «que se han de encontrar», se puede reconocer la perversidad del GAL y del terrorismo de Estado. Una reflexión −la crítica a la guerra sucia− que asoma en muchas páginas del libro. Portela también aquí toma partido y, como cualquier persona decente, destaca la perversa condición del otro terrorismo. Su impacto, comparado con el de ETA, fue minúsculo, pero su inmoralidad, infinitamente mayor. El Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia y, por eso mismo, por su justificación moral, no puede rozar la barbarie. Cuando lo hace, niega lo que lo justifica. Los miembros de las fuerzas de seguridad que cometieron delitos traicionaban sus obligaciones constitucionales. Estaban para asegurar el imperio de la ley que, en un régimen democrático, es el de la libertad: la ley impide la arbitrariedad del poder. Esa es su radical diferencia con ETA, diseñada para matar e intimidar. Para ETA, el miedo era un éxito. Para el Estado, un fracaso. Un motivo de vergüenza, la traición a los principios que honra. Por eso nadie fue a recibir al policía José Amedo, por eso no aparece el general Enrique Rodríguez Galindo en los balcones consistoriales ni sus fotos decoran bares.
José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala merecían un trato digno, como cualquier ser humano, como Melitón Manzanas, el torturador franquista asesinado por ETA y con el que, en calidad moral, guardaban tantos parecidos: a todos ellos les parecía bien infligir sufrimiento personalmente para alcanzar sus metas políticas. Pero todos eran dignos de respeto. En ese terreno, en el del respeto a la dignidad, se asientan las mejores justificaciones de los derechos humanos. Pero si, como sujetos de derechos, todos son iguales, no son iguales en calidad moral. Lasa y Zabala caen del mismo lado que Amedo o Melitón Manzanas. Todos a años luz de Fernando Buesa, Gregorio Ordóñez, Francisco Tomás y Valiente o Ernest Lluch. Su muerte violenta no iguala la calidad de sus vidas. El GAL y quienes lo alentaron merecen todas las condenas. Y las tuvieron. Pero Lasa y Zabala, como Melitón Manzanas, no merecen homenaje alguno, como sí lo merecen aquellos otros.
Y los homenajes se han hecho a Lasa y Zabala. Y siguen repitiéndose. Nadie reclama calles para los miembros del GAL, nadie los pasea por televisiones, ni aspira a verlos como diputados y todos nos escandalizaríamos ante la simple posibilidad de que ello pudiera suceder. Todos, incluso quienes participaron en ello, confían en que nadie recuerde sus crímenes. La asimetría no puede ser mayor. O sí. Aún queda lo peor: no hay calles ni reconocimientos para quienes más hicieron por la libertad de los vascos, para los verdaderos activistas, los concejales del PP, el PSOE y unos pocos −no muchos− más que defendieron la libertad de todos. Y se entiende: acordarse de su coraje es el primer paso para acordarse de las cobardías y los silencios de quienes hoy, gracias a ellos, pueden hablar con un poco más de libertad, incluidos los nacionalistas que ahora, sin amenazas, pueden estar más seguros de que sus elecciones ideológicas no responden al miedo a discrepar. De una libertad todavía condicional, eso sí.
Nuestra triste historia nos proporciona otro desgraciado experimento natural que, por contraste, nos permite calibrar cuándo se ha arrasado realmente un paisaje moral: la dictadura, su final. Nuestra Constitución se levantó sobre el rechazo de una dictadura que –en palabras de Franco− se proclamaba de vuelta de la democracia20, sobre la sanción colectiva de la ontología moral de «el búnker». Basta con acordarse de los carteles de aquella derecha en el referéndum de 1978: «Frente al SÍ del comunismo, el NO de los católicos». Los franquistas se retiraron de escena confiados –y hasta temerosos− de que nadie les recordara su pasado y hoy ningún partido político se presenta como franquista. En ese sentido, hay una cierta paradoja en que los mismos que utilizan sin tregua «franquista» como descalificación sostengan que vivimos en la estela del franquismo21. Si «franquista» puede funcionar como descalificación, es porque no hay hegemonía del franquismo. Ningún franquista reclamó reconocimientos como los reclama Otegi y, desde luego, «izquierda abertzale» no opera como insulto. La asimetría va incluso mucho más lejos. Basta con ver la desigual connotación de «catalanismo» y «españolismo»: mientras el primero se invoca a diario, en primera persona, como constitutivamente virtuoso, «españolismo» solo se utiliza en tercera persona, para acallar voces ajenas. De hecho, la dictadura llegó a contaminar no sólo los principios del franquismo, si es que alguno tenía, sino incluso la idea misma de España, mientras que ETA no ha contaminado al nacionalismo ni, aún menos, al País Vasco.
Portela destaca la perversa condición del otro terrorismo. Su impacto, comparado con el de ETA, fue minúsculo, pero su inmoralidad, infinitamente mayor.
Decía que la autora examina el mapa completo. Y lo hace, aunque en su foto falta algo. Pero no es culpa suya porque, salvo en el caso de los espiritistas, las fotos no recogen lo que no está delante, lo que no existe. Y sucede que mientras abunda la literatura que «explica» a ETA, hasta donde se me alcanza, no hay una literatura que ayude a entender esa otra violencia. Es más, puestos a inventariar lagunas –no del libro de Edurne Portela, sino del mundo−, también se echa a faltar una literatura sobre algo que no existió, pero cuya ausencia, si se piensa bien, a la vista de lo sucedido en otras partes del mundo, resulta disparejo, y meritorio: una violencia organizada y políticamente sostenida cebada en el dolor, en los muertos y en los que se tuvieron que marchar, en los refugiados políticos, puestos a llamar a las cosas por su nombre, en el miedo impuesto. Incluso cabría una novela acerca de por qué muchos que pudieron hacer no hicieron, de por qué intelectuales, periodistas de todos los medios o simples funcionarios miraron hacia otro lado; quizá, se me ocurre, porque se evitaban la competencia de los señalados, de quienes se tuvieron que marchar: así, cuando se traban con modestos intereses de cada cual, se mantienen y refuerzan muchas patologías, por su funcionalidad: desde esa perspectiva, quien dejó de hacer no difiere de un defensor de filtros lingüísticos-culturales en la universidad, de un delator de la caza de brujas o de un censor literario, como Cela, quienes pudieron actuar por convicción o por miedo, pero lo cierto es que, a la vez, se despejaban el camino laboral propio, impidiendo la igualdad de oportunidades.
Todas esas rarezas y anomalías, que tanto ayudarían a comprender la duración de la barbarie, también quedan a la espera de su novela. Después de todo, muchas de las cosas que nos asombran, y a las que buscamos explicación, son de naturaleza contrafáctica: por qué menganito no desarrolló una enfermedad, por qué no estalló una crisis social, etc. Son situaciones excepcionales, que contravienen el curso previsible del mundo. Y, en este caso, de lo que no cabe duda es de que se trata de una situación excepcional. Dichosamente excepcional. Lo escribí en estas mismas páginas hace unos años: «No conozco ningún país en la Europa democrática que se haya enfrentado a un terrorismo comparable al etarra, con casi un millar de asesinatos y decenas de miles de expulsados de sus casas, de refugiados políticos, sin acudir a estados de excepción, sin que el dolor y el odio de los asesinados se tradujera en una ETA del otro lado y en el que acabaran ante los tribunales y en la cárcel un ministro y varios altos cargos del Ministerio del Interior por su participación en la guerra sucia».
Entre las excepcionalidades contrafácticas, hay una que siempre me intrigó: por qué los empresarios extorsionados no buscaron protegerse pagando a grupos paramilitares, como sucedido con el pistolerismo patronal en la Barcelona de hace cien años o en la Colombia de ahora mismo, verdaderos grupos de contraste, por así decir, del juicio contrafáctico. Y la respuesta, la paradójica explicación de la ausencia de asesinos de asesinos, es la existencia de la Policía y la Guardia Civil: por lo directo, con sus detenciones, que las hubo, de los posibles grupos organizados y, por lo indirecto, porque se encargaron (en lo posible) de una protección que no «buscó» cauces privados. De ser así, se podría decir que el Estado, ya ven, evitó el asesinato de etarras.
¿Por qué pudo suceder?
En realidad, trabajos como el de Edurne Portela −si llegan; que, de momento, hasta donde conozco, el suyo es pionero− nos dejan a las puertas de averiguar qué parte de responsabilidad en la barbarie corresponde a las ideas, qué convicciones permiten traspasar el umbral de la brutalidad a quienes no ignoran la condición humana, a personas comunes que, además, como es el caso de los vascos, disfrutan de privilegios económicos y protecciones culturales absolutamente excepcionales. Portela, como una pulcra naturalista, nos describe un ecosistema poblado por seres comunes, como cualquiera de nosotros, que un día atraviesan una linde que ninguno de nosotros, en frío, se imaginaría atravesando. Para entenderlo, es casi inevitable volverse hacia las ideas que les conducen a dar ese salto. La pregunta, sin más rodeos, es si el nacionalismo no facilita el camino doctrinal y práctico a «la anulación, la asimilación forzosa, la expulsión e incluso la aniquilación del extraño y/o extranjero», por decirlo con palabras de la autora. La pregunta, lo admito, es retórica. A mi parecer, sobran razones para pensar que la presbicia moral que ha sostenido el prolongado eco mantiene una relación nada circunstancial con las ideas, nacionalistas y etnicistas.
Por decirlo contenidamente, el desprecio al otro, la negación de la dignidad de los discrepantes, condiciones necesarias para el terror, no se ven embridadas por ideologías cimentadas en levantar comunidades en la identidad y comprometidas con excluir de las decisiones colectivas a conciudadanos que «no son los nuestros». La conjetura no es fantasiosa. El mundo entero es un atroz muestrario de experimentos naturales que lo confirman. Y, desde luego, el caso vasco no la desmiente. Sin ir más lejos, no hay muchas dudas de que el nacionalismo siempre temió que una derrota de ETA comportara la desaparición de las toxinas que había esparcido. Se comprobó cuando, ante la reacción ciudadana por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, a la defensiva, reclamó que no se aislara a las organizaciones que simpatizaban con los terroristas, que las puertas no se les cerraran. Hicieron lo posible –incluido el pacto de Lizarra− para evitar que, como sucedió en aquellos días, cristalizara lo que parecía imposible: que los vascos se despertaran de su pesadilla y comenzaran a llamar a las cosas por su nombre, por relacionar el terror con las ideas que lo propiciaron. Sin duda, si las cosas hubiesen sido de otro modo, la atmósfera que tan perspicazmente reconstruye Portela resultaría más respirable.
Por supuesto, la toxicidad de las ideas no basta para entender el prolongado eco de los disparos, el agobiante paisaje moral actual. También habrá que acudir a la historia menuda, a desgranar cómo ha llegado el final del terrorismo. No se me ocurre una forma mejor de contarlo que recuperando un pasaje del último volumen de los diarios de Andrés Trapiello, que corresponde al año 2006. Allí nos habla de un amigo suyo, diplomático, que, encomendado por el primer Gobierno de Aznar, tuvo varios encuentros con la dirección de ETA. Los detalles son extraordinarios, y narrados por Trapiello ya ni les cuento, pero ahora sólo quiero recordar el consejo que recibió del primer ministro británico, con quien se entrevistó para que le contara sus experiencias en la negociación con el IRA: «Le dijo que fuesen cuales fuesen los acuerdos, deberían escenificar la entrega de las armas. No porque las armas tuvieran mucha importancia (al fin y al cabo, el mercado negro está lleno de ellas), sino porque de toda la lucha armada, finalmente sólo se recordaría esa foto, y quedarían derrotados psicológicamente.
Una derrota sin escenificación no vale nada, le dijo. Una derrota sin vencidos es una victoria de los perdedores»22. En breve: los ecos de los disparos, para extinguirse, requerían la entrega de las pistolas, la escenificación de la derrota. No sucedió de ese modo y, en buena medida, por eso estamos como estamos. Por eso, en Alsasua unos energúmenos agreden a unos guardias civiles y a sus novias con la complacencia o el silencio de los vecinos, porque nadie ha puesto a los terroristas y a quienes callaron frente al espejo de sus asesinatos y sus silencios. Nadie mostró vergüenza o escándalo, nadie pidió disculpas, porque la vergüenza o el escándalo no aparecen cuando no se trazan perímetros morales, cuando no se consigue orientar el foco que denuncia la exacta naturaleza de la incuria moral. Aún peor: con la presidenta del Gobierno navarro criticando la detención de los culpables. La herencia del terror: una sociedad civil degradada. Esa misma que explica por qué la autora aplazó su pregunta a la vendedora de pescado: «la pregunta llegó demasiado tarde; quizás la impotencia, la rabia, la soledad, el miedo, el dolor de Carmen han estado fermentándose en silencio demasiados años. Van cuarenta y sigue contando».
Mientras persista esa atmósfera enrarecida, el comportamiento que se imponía Antonio Muñoz Molina al final de su artículo estará fuera del alcance de los ciudadanos normales y sólo al alcance de los héroes: «No olvidaremos y no perdonaremos. No dejaremos que se esconda en la impunidad ningún asesino, que se borre en el anonimato de las cifras la cara o la identidad de ninguna víctima. Ésta es una promesa que me hago a mí mismo: no permitiré que nadie, en mi presencia, infame o ponga en duda la dignidad de los que ahora sufren, no aceptaré delante de mí más palabras embusteras o cínicas que enturbien la clara línea de separación entre los inocentes y los verdugos, no me rozaré con nadie de quien tenga la sospecha de que se ha infectado con su cercanía». Desgraciadamente, como las cosas fueron como fueron, todavía mantener el temple moral requiere coraje, todavía la decencia es supererogatoria, que dirían los filósofos morales. Para entender por qué respirar sigue resultando difícil, El eco de los disparos resulta imprescindible y su diagnóstico, impecable: estamos obligados a recordar lo sucedido, a contarlo. No es la pieza completa, pero sí la primera de un drama que ha tardado en encontrar sus cronistas. Otro silencio a la espera de su diagnóstico.
Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona.