Paisaje para una batalla

EL MUNDO 21/12/16
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

La decisión de José María Aznar de renunciar a la presidencia de honor del Partido Popular incorpora un nuevo actor a la política española en un momento crítico. Nunca, desde la restauración de la democracia, han sido tantos los desafíos del país. Y nunca tan angustioso el vacío de voces claras, veraces y valientes, dispuestas a encarar la realidad, sin cálculos tácticos ni servidumbres electoralistas. Voces dispuestas a decir, en Cataluña y en Madrid, que el apaciguamiento del nacionalismo ha fracasado como fórmula de convivencia y que ahora sólo queda su derrota política, jurídica y moral. Dispuestas a defender, con entusiasmo, la Constitución como la auténtica tercera vía española, sin caer en la puerilidad de los adanistas ni en el arbitrismo de la resignación. A afirmar la vigencia de la ley sin excepciones, sin nueve-enes, sin adversativas, porque la ley es la verdadera expresión del «pueblo» que invocan los que la agreden. Voces dispuestas a explicar, como hacía Félix Ovejero el lunes en El País, que la responsabilidad de los ciudadanos es condición necesaria no sólo para el ejercicio de la libertad, sino también para la propia democracia y el progreso social. Líderes políticos que defiendan una economía abierta y una fiscalidad ligera, no como fórmula retórica, cuando toca salir de campaña, sino siempre: porque funciona, porque es el instrumento para recuperar el crecimiento y generar empleo. Europeos que digan que Europa es un proyecto de civilización, que merece ser defendido de los que matan en nombre del Islam, y que esa defensa tiene un coste. Voces dispuestas, en fin, a demostrar que España no está condenada a la repetición de sus errores, el aislamiento, la inestabilidad, la decadencia, sino todo lo contrario: como nunca en su Historia, está capacitada para liderar la más importante batalla del mundo de hoy. La batalla contra la involución populista y tribal, a favor de una nueva Ilustración.

Aznar sigue militando en el Partido Popular, pero es evidente que ya nada será igual. Ya no podrá ser acusado de dar a su sucesor pellizcos de monja sin más efecto que el de un par de titulares. Tampoco podrá ser sometido al pueril ping-pong precongresual: lo invitan, no lo invitan… Pero, sobre todo, a partir de ahora dispondrá de un margen mucho más amplio, limitado sólo por su criterio y voluntad, para intervenir en el debate público. La libertad de Aznar tendrá consecuencias. Las tendrá para el Partido Popular que, sin un buen candidato y sin un proyecto, ha sobrevivido a la desafección de parte de su electorado únicamente gracias al miedo legítimo a Podemos y a la ausencia de una alternativa. Las tendrá también para Ciudadanos, que hace un año, por algún motivo misterioso, asociado a los viejos atavismos españoles, desperdició la oportunidad de convertirse en referente limpio y moderno también de los votantes del PP, y que ahora reivindica un extraño liberalismo comercial. Y puede tenerlas, también, más allá.

En su día, Aznar llamó a la movilización de «todo lo que está a la derecha de la izquierda». Hoy el gran objetivo político español es la reconstrucción –mejor aún, la reagrupación– de la centralidad. Desde la formación del nuevo Gobierno la política ha entrado en un inevitable ciclo de pactos. Pero el signo de esos pactos es inquietante. Hay el riesgo de una derogación sistemática que llevaría al PP a gobernar contra sí mismo; y hay la realidad de un ofrecimiento de negociación al separatismo que sólo puede conducir al debilitamiento del Estado. Frente a la irresuelta crisis española, la libertad de Aznar no debe presagiar una nueva extrema derecha como las que hoy siembran el odio y la división en Estados Unidos y Europa. El espectro del último Sarkozy, el que sucumbió a su caricatura y a la histeria lepenista, no es modelo para nadie. Un nuevo centro derecha español debería tener los atributos del primer Sarkozy, el de la ouverture, el que tan emocionadamente describe Henri Guaino en La nuit et le jour. Reconciliado consigo mismo, expansivo y dispuesto a eliminar de su palabra y de sus hechos la posverdad política.