El Correo-GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA

Al taxista Fermín Monasterio lo asesinó ETA, no la Guardia Civil como quiso hacer creer la banda, que se inventaba todo tipo de falsedades cuando un crimen no le convenía

Recientemente se ha conmemorado el 50º aniversario de la tercera víctima mortal de ETA, el taxista Fermín Monasterio Pérez. Fue asesinado en abril de 1969 por Miguel Etxeberria Iztueta (’Macagüen’), quien había subido a su vehículo en Bilbao para huir de una operación policial en la que fue detenida buena parte de la cúpula de la banda. Se supone que, al comprobar las manchas de sangre en la ropa del etarra, Monasterio puso alguna objeción a llevarle al punto que le había indicado, pero en realidad no sabemos cómo discurrió la conversación. Sí tenemos la certeza de que Etxeberria le disparó cuatro veces y de que luego lo abandonó, malherido, en una carretera cercana a Arrigorriaga. Todavía estaba vivo cuando dio con él otro taxista, que le llevó al hospital. Por desgracia, era demasiado tarde y Monasterio falleció. Se trataba de un burgalés de 38 años afincado en Bilbao. Tenía mujer y tres hijas.

La documentación revela que ETA no solo lo asesinó, sino que, además, intentó transferir la responsabilidad del crimen a la Guardia Civil. El 18 de abril empezaron a circular panfletos en los que la organización afirmaba que «abordar los hechos de frente y con honradez es, a la larga, mucho más provechoso: la verdad es siempre revolucionaria». Acto seguido, se negaba la versión oficial que habían transmitido los medios de comunicación, tachada de «novela», y se acusaba a la «escoria humana» de la Benemérita de haber acabado con la vida de Fermín Monasterio en un control. Aquella burda falsedad se divulgó con rapidez en los ámbitos en los que la prensa del régimen despertaba una (más que compresible) desconfianza y la primera ETA una (menos comprensible) simpatía. Así, al volver al colegio, una compañera espetó a una de las hijas de Monasterio, una niña de 10 años, que a su padre lo había matado la Guardia Civil.

No era, desde luego, la primera ni la última mentira de ETA. Había comenzado su andadura ocultando su firma en un atentado: el grupo jamás reivindicó sus primeras bombas, que explotaron en el otoño de 1959. Con su silencio, dejó que la represión franquista cayese sobre las juventudes del PNV, que no habían tenido nada que ver. Otro ejemplo tuvo lugar en 1968, cuando la banda disfrazó el asesinato de José Antonio Pardines como una especie de duelo del salvaje Oeste. Sin embargo, las pruebas demuestran que el guardia civil ni siquiera tuvo tiempo de defenderse: la funda de su pistola reglamentaria estaba abrochada y cerca de su mano derecha se encontraba el permiso de circulación que revisaba cuando le pegaron cinco tiros. Un lustro después, en marzo de 1973, ETA no asumió la desaparición de tres jóvenes gallegos (José Humberto Fouz Escobedo, Jorge Juan García Carneiro y Fernando Quiroga Veina) en Francia, a la que Adolfo García Ortega ha dedicado su reciente novela ‘Una tumba en el aire’. La organización tampoco se hizo responsable del atentado de la cafetería Rolando en septiembre de 1974, que causó 13 víctimas mortales y decenas de heridos.

Aquellos embustes no eran una respuesta al contexto dictatorial, sino que entraban en la lógica del terrorismo. Con la llegada de la democracia, ETA no mudó de costumbres: siguió calumniando a sus víctimas, sobre las que se inventaba todo tipo de falsedades, mientras rechazaba públicamente su participación en ciertos atentados. Valgan un par de ejemplos. En junio de 1981 un comando ametralló en Tolosa a Ignacio Ibarguchi y a los hermanos Juan Manuel y Pedro Conrado Martínez Castaños. Se dedicaban a la venta a domicilio de libros y discos, pero los etarras los habían tomado por policías. Al comprobar su error, la banda echó la culpa del triple asesinato a «mercenarios pagados». El segundo crimen afectó a otro miembro del gremio de Fermín Monasterio. En mayo de 1985 el cadáver del taxista Juan José Uriarte apareció en un camino vecinal próximo a San Juan de Gaztelugatxe. En ‘Dentro de ETA. La vida diaria de los terroristas’, Florencio Domínguez cuenta que, al descubrir que se trataba de un familiar del entonces obispo auxiliar de Bilbao, Juan María Uriarte, la banda negó su relación con el atentado. No obstante, cuatro de sus miembros serían condenados por este asesinato.

Por muy tergiversada que estuviese, la propaganda etarra siempre encontró un público dispuesto a creerla a pies juntillas. Como escribió Hannah Arendt, «las mentiras resultan a menudo mucho más verosímiles, más atractivas para la razón, que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír». Pese a los avances de la historiografía académica, hoy en día no faltan ni apologistas de ETA ni medios que les den voz ni acríticos consumidores de relatos adulterados.

Miguel Etxeberria no fue juzgado por el asesinato de Monasterio. La Ley de Amnistía de 1977 anuló el delito. Lejos de aprovechar aquella oportunidad, continuó ligado a ETA. En 1998 fue sentenciado a ocho años de cárcel por fabricar explosivos, aunque quedó en libertad en 2003. Hace dos años Macagüen falleció en Llodio, localidad en la que se celebró un acto para honrar su trayectoria de «militante histórico». Por supuesto, se obvió el hecho de que había matado a un ser humano. Quizá no se deseaba manchar con una simple verdad una historia de mentiras. Como la de ETA.