Javier Zarzalejos-El Correo
Alberto Garzón y Manuel Castells van a prometer su cargo por una Constitución que aborrecen y ante un Rey cuya legitimidad niegan
Parece anticuado hablar de ‘comunistas’ y más aun atribuir a esa palabra una connotación crítica. Pero lo cierto es que en el Gobierno que va a presidir Pedro Sánchez va a haber comunistas. Lo son Pablo Iglesias y su señora, Irene Montero, que proceden de las Juventudes Comunistas; y lo es Alberto Garzón, al parecer seguro ministro de Consumo, que durante los últimos años ha pretendido desarrollar una carrera, más autoindulgente que brillante, como pensador político. Garzón no sólo es comunista, sino que ha escrito un libro para explicar por qué lo es. El libro se titula precisamente ‘Por qué soy comunista. Una reflexión sobre los nuevos retos de la izquierda’ (Península 2017), así que ni la intención del autor ni su adscripción dejan lugar a duda. El lugar de Marta Harnecker en la literatura comunista no está en peligro. La palabrería contradictoria y pretenciosa de Garzón sobre el comunismo es perfectamente prescindible.
Mayor curiosidad producen sus opiniones sobre los temas centrales del debate público en nuestro país, teniendo en cuenta que va a ser nada menos que ministro de Consumo. Apunta maneras cuando el epígrafe sobre la situación política española lo titula ‘Desmontar la Transición’. Y sí, el texto cumple exactamente lo que promete el título. Empieza la tamborrada del comunista: «La idea fundamental que algunos defendemos, grosso modo, es que los déficits democráticos que padecemos en España tienen su origen en la Transición (…), que dejó incólumes determinadas estructuras de poder y prácticas políticas del franquismo». Por eso dice el autor que «tenemos la necesidad y el deber de seguir abriendo el melón de la Transición para poder cuestionar a los políticos y sus decisiones». El papel de los comunistas en la Transición, con Santiago Carrillo a la cabeza, es objeto de una descalificación radical y absoluta porque al participar el PCE en aquella «se contribuyó a legitimar el proceso y a crear en la militancia comunista la sensación de que la negociación con los fascistas era, en realidad, un objetivo deseado e incluso el inicio del socialismo».
‘Fascistas’, en la mente de Garzón, eran todos los empeñados en un pacto constitucional y de reconciliación nacional que no se apuntaran a la tesis de la ruptura que tanto echa de menos. Pero hay más. Sostiene Garzón que «la Transición que propugnaba la reconciliación entre españoles, a partir del consenso entre la élite franquista y los dirigentes de la oposición democrática, no era compatible con la visión heroica de la defensa republicana frente al golpe de Estado». Es lo que tiene la reconciliación, sobre todo si esa voluntad compartida parte de una cruenta guerra civil que casi todos -al menos hasta hoy- considerábamos necesario superar en nuestra vivencia histórica. Según Garzón, «nuestra tarea ha de ser la de reivindicar a los héroes y heroínas que arriesgaron o perdieron su vida, quemaron sus biografías y sacrificaron tantos aspectos vitales en pos de la democracia, porque es a ellos a los que debemos estar agradecidos».
¿Se referirá Garzón a las más de 850 víctimas de ETA, a los miles de heridos, a los que fueron expulsados del País Vasco por la coacción y el chantaje «quemando sus biografías»? Naturalmente que no, porque en la tópica y sectaria visión de la Transición, según el futuro ministro de Consumo, no hay lugar -ni una sola línea- para la continuada masacre de la banda terrorista. En esta vomitona narrativa, las víctimas de ETA no son las víctimas referenciales de nuestra democracia, sino aquellas que murieron en el paroxismo del enfrentamiento civil. Dicho lo cual podremos aceptar que, sin duda, esas víctimas eran antifascistas, pero hacer pasar por demócratas a la fuerza de choque del comunismo estalinista de los años 30 en España es excesivo y, sobre todo, falso. Para dolerse de todas víctimas de aquella carnicería no es necesario añadir más a su condición de españoles.
Se puede aventurar que Garzón se entenderá bien con otro futuro ministro, este de relumbrón, reconocido sociólogo, votante de Ada Colau y rendido admirador de Podemos. En su libro ‘Ruptura. La crisis de la democracia liberal’ (Alianza Editorial 2017), Manuel Castells abre su corazón más que su mente. Sobre «el actual Estado español» afirma que está «entronizado en una Monarquía de dudosa legitimidad en su origen», es «incapaz de expresar una realidad plurinacional» y se encuentra «desvirtuado por la corrupción de una derecha que aún controla los poderes fácticos».
No puede extrañar, por tanto, que considere la Constitución de 1978 «basada en una negociación de partidos y territorios vigilada y condicionada por las estructuras del Estado franquista, en particular por el Ejército, poder fáctico, y por el Rey, que encarnaba un proyecto legitimador de la sucesión del dictador». De ahí que sostenga, por ejemplo, que en la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña -que Castells olvida que fue dictada con una mayoría ‘progresista’ en el Alto Tribunal- «se percibió la continuidad histórica ideológica entre el franquismo, su sucesión monárquica y la derecha española, el PP y Ciudadanos». Menos mal que para remediar todos estos males Castells ve en Podemos «una vía pacífica hacia la transformación revolucionaria del Estado».
Este pensamiento sectario que rezuma inquina a la reconciliación, nostalgia de una guerra que siguen interiorizando como perdedores, abominación intelectual y personal a lo que significó la Transición e ignorancia culpable de hechos esenciales en este proceso histórico se va sentar en el Consejo de Ministros después de prometer su cargo por una Constitución que aborrecen y ante un Rey cuya legitimidad niegan.