KEPA AULESTIA, EL CORREO 12/01/13
El 25 aniversario del Pacto de Ajuria Enea exige más una reflexión crítica que una celebración.
El Acuerdo para la Normalización y Pacificación de Euskadi se firmó hace un cuarto de siglo y un cuarto de siglo después de que nacieran las siglas ETA. Para ser más precisos, la fotografía del pacto se tomó veinte años después de que ETA asumiera expresamente la espiral del terror y veinticuatro antes de que declarase «el cese definitivo de su actividad armada». Es decir, ha habido más años de ejercicio deliberado de la violencia posteriormente al pacto que con anterioridad a él. El mismo 1988 ETA asesinó a veinte personas, diecinueve en 1989, veinticuatro al año siguiente y así sucesivamente. La historia del Pacto de Ajuria Enea sería una pura fabulación si no nos preguntásemos en qué falló. Porque algo no debimos hacer del todo bien cuando ETA continúa existiendo, aunque sea en versión patética.
La importancia de aquel acuerdo estribó en demostrar que la sociedad y las instituciones debían y podían unirse frente al terrorismo para afrontar la cuestión de la violencia como un problema en sí mismo y no como reflejo de tal o cual contencioso. Los principios y valores contenidos en su texto están plenamente vigentes, aunque seguramente sus firmantes de entonces optarían hoy por introducir alguna matización. La violencia es la «expresión más dramática de la intolerancia y el exclusivismo». Fue un referente que dio lugar al argumentario democrático de la paz y acotó el campo de juego para la política contra el terrorismo: negando la legitimidad de cualquier negociación política con la banda armada y consagrando la oferta para la reinserción individual, por poner un ejemplo. Pero el pacto no alcanzó su objetivo último, acabar con la violencia, y sería históricamente absurdo considerar que el 12 de enero de 1988 supuso el principio del fin de ETA. El terror posterior ha durado tanto y ha sido tan cruento que nadie está en condiciones de demostrar que sin el Pacto de Ajuria Enea ETA hubiese seguido matando hoy.
El acuerdo fue una necesidad. Los partidos democráticos estaban siendo interpelados. La matanza un mes antes de once personas en el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza no permitía más dilaciones. La política vasca se veía desbordada por la espiral etarra y quienes creíamos en el autogobierno en su sentido más profundo estábamos emplazados a ser consecuentes: los vascos debíamos acabar con un problema que se había gestado en nuestro seno. Alcanzar un acuerdo unitario se convirtió en un fin en sí mismo, en el mínimo que la política democrática debía ofrecer a la sociedad si no quería verse arrastrada por una sucesión de acontecimientos sin control y por la división partidaria. El pacto fue en ese sentido una verdadera conquista, pero el transcurso del tiempo nos obliga a reconocer que falló en lo más importante: abreviar el sufrimiento.
En el momento de la firma estábamos demasiado aturdidos para medir la magnitud de lo que habíamos conseguido. El escepticismo que reinaba respecto a que se alcanzara el acuerdo y los agoreros pronósticos de un texto ambiguo e intrascendente realzaron la relevancia de un documento denso e inequívoco para entonces. Hasta el punto de que interiorizamos la idea de que aquel tótem era suficiente para ahuyentar las inclinaciones divisionistas entre los partidos y para asegurar la derrota de ETA por inanición social y política. A nadie se le pasaba por la cabeza que el terrorismo continuaría asesinando durante veinticuatro años más. El tiempo demostraría que las palabras del pacto no eran tan poderosas, ni la foto unitaria tan imbatible.
Pecamos de una visión excesivamente optimista –o si se quiere ingenua– respecto a que la izquierda abertzale pudiera ser atraída hacia la democracia aislando al núcleo duro de ETA. Pero sobre todo nos acomodamos tras las virtudes taumatúrgicas que concedíamos al acuerdo, sin desarrollar una estrategia más allá de la defensa de sus enunciados, ni proceder a una gestión proactiva de sus fundamentos. La Mesa de Ajuria Enea se pronunciaba, reaccionaba tras los atentados y preservaba la cohesión entre las fuerzas democráticas. Incluso convocó la multitudinaria manifestación del 18 de marzo de 1989 en Bilbao, en medio de las negociaciones de Argel, reivindicando el protagonismo de la sociedad y de la política vasca cuando el final de la violencia parecía posible.
¿Podía haberse hecho más? Seguro que sí. La política de reinserción fue consignada en el pacto, pero paradójicamente declinó tras él. La memoria de las víctimas no estuvo presente en el acuerdo más que de forma accidental. Tampoco se procedió a un blindaje de la unidad que comprometiera a los firmantes y condicionara en lo sucesivo la política de Estado en la materia. El ‘espíritu de Ajuria Enea’ reverdeció fugazmente en torno al secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco en julio de 1997, pero para entonces la crueldad terrorista ya había desbordado los cauces del 12 de enero del 88. El terreno más fértil para la violencia es la división entre los demócratas, y ETA siempre ha cultivado una especial habilidad para aprovecharse de las fisuras entre sus oponentes y una destreza instintiva para provocarlas.
Hoy un reguero de gente se adueñará de calles céntricas de Bilbao reclamando que se modifique la legislación penitenciaria para, en correspondencia al ‘cese definitivo’ de ETA, propiciar la aproximación y la excarcelación de sus presos. Independientemente del sentir de cada manifestante es obvio que la cita persigue exonerar colectivamente a los activistas de ETA a cuenta de su definitiva tregua. Eludir la asunción del daño causado y la compensación moral debida a la memoria de sus víctimas directas, desdeñar cada condena judicial y beneficiarse del doble proceso que convierte al victimario y a la víctima en anónimos sujeto y objeto de una tragedia pretendidamente compartida con el mismo dolor. Veinticinco años después el ‘espíritu de Ajuria Enea’ no alcanza a dar luz para desbrozar la maraña de valores y contravalores en juego. Sencillamente porque hace veinticinco años los firmantes del pacto no fuimos conscientes de los vericuetos por los que la violencia como ideología trataría de perpetuarse.
KEPA AULESTIA, EL CORREO 12/01/13