Profecías

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 12/01/13

«¡Esperad, imperfectas hablantes, decid más! / por la muerte de Sinel soy Barón de Glamis, / ¿mas cómo de Cawdor? El barón de Cawdor vive / y continúa vigoroso; y ser rey / traspasa el umbral de lo creíble», exige Macbeth a las brujas que le han anunciado, de manera confusa, nuevos e imprevistos honores.

Así imploramos estos días iniciales de 2013 a los expertos, opinadores, periodistas, analistas, economistas, que hoy cumplen, con más retórica y menos aciertos, el papel de los personajes espectrales que desempeñan un rol nada desdeñable en la obra de teatro de Shakespeare, muy parecido al oscuro e inextricable destino.

Desde luego, ocupa el primer lugar de nuestras preocupaciones la crisis económica, de la que no es difícil prever las consecuencias para este año sin girar alrededor del gran puchero del aquelarre prospectivo. Pero necesitamos más esfuerzo, más inteligencia y, sobre todo, no llevarnos a engaños -como frecuentemente nos sucede- para adivinar por dónde discurrirá la política española.

La crisis económica nos ha hecho ver que la Administración española -municipal, provincial, autonómica, central o nacional- es excesivamente costosa e inoperante. Los nacionalistas catalanes han lanzado un órdago que no podemos ignorar; las instituciones han entrado en un periodo de debilitamiento preocupante, invadidas por el expansionismo de las formaciones políticas. Agravada la situación por la desconfianza que provocan los partidos políticos al confundir la política con sus intereses, e incapacitados y constreñidos por su sectarismo para conseguir los grandes acuerdos que nos darían a los españoles confianza y fuerza para soportar los sacrificios que se nos reclaman.

Fatalismo y descontento

La tendencia a empezar desde el principio o quedarnos como estamos sigue predominando en la vida española, lo que impide que vayamos paso a paso, poco a poco solucionando los problemas que se nos presentan, como a todas las sociedades modernas. Presos a partes iguales de un fatalismo paralizante y de un descontento radical que afecta a todos los ámbitos de la vida pública española, podemos seguir sin hacer lo necesario. ¿Y qué es, a mi juicio, lo imprescindible en este momento en el espacio público?

En primer lugar, la racionalización institucional no debe quedarse en la necesaria disminución de ayuntamientos y concejales: es necesario repensar la dimensión y las competencias de las comunidades autónomas. Los dos grandes efectos no deseados ni previstos por los legisladores de la Transición han sido la dinámica de igualación en la que han caído todas las autonomías, diluyendo en una generalidad anodina las fuertes diferencias de algunas de ellas, y el permitir jugar a todos como si de mini-Estados se tratara, rememorando algunas características antiguas del caciquismo decimonónico.

La débil vertebración institucional, la inclinación a sustituir el patriotismo cívico por el de determinados territorios o el de siglas y opciones ideológicas diversas durante casi todo el siglo XIX -tal vez sólo podemos extraer de esa maldita tendencia una parte del periodo de la Restauración, y todo el siglo XX hasta el año 1978- han configurado un país asimétrico, irregular en sus afectos, sentimientos, afinidades, en su prosperidad y hasta en su contribución al conjunto, que sólo puede caminar unido con eficacia y eficiencia con el nacionalismo cívico.

Un país en el que la ley es la argamasa que une, y no las tradiciones diversas, las lenguas distintas o las costumbres diferentes, y que expresa con brillantez diamantina Popper cuando textualmente dice: «Me refiero a la temible herejía del nacionalismo -o, más exactamente, a la ideología del Estado nacional: la doctrina tan a menudo defendida y que aparentemente es una exigencia moral de que los límites del Estado deberían coincidir con los límites del espacio habitado por la nación-. El error fundamental de esta doctrina o exigencia es el supuesto de que los pueblos o naciones existen antes de los Estados -algo así como raíces- como unidades naturales, que en consecuencia deberían estar ocupados por Estados. Pero la realidad es la contraria: son los pueblos o naciones los creados por los Estados».

Los ejemplos son muchos y muy diversos, desde la apacible configuración de Gran Bretaña, que tal vez permite los retrocesos pacíficos, como sucede hoy en día con Escocia, o la construcción a golpes de guillotina y uniformidad de nuestro vecino país, Francia.

En España este proceso debe enfrentarse a dos lugares comunes tan inexactos como peligrosos: el federalismo ortodoxo no es una solución para un país con una débil vertebración y en el que en dos de sus comunidades autónomas las fuerzas dominantes son nacionalistas, y, por otro lado, que las comunidades autónomas tengan diferente número de competencias o que su hecho autonómico sea distinto no tiene por qué afectar a la igualdad de los ciudadanos españoles, residan donde residan.

Desde esa premisa básica es imprescindible una reforma del sistema autonómico, que parece afectado por una especie de cansancio de los materiales, y, como reiteraré en esta serie de artículos, para ello es necesario el acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales, al ser insuficiente la mayoría de uno de ellos.

Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.

 

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NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 12/01/13