FÉLIX OVEJERO-El MUNDO

El autor analiza cómo los mimbres retóricos del populismo se incrustan en la sociedad hasta el punto de que la palabrería impide ver lo que de verdad subyace.

VIVIMOS TIEMPOS SENTENCIOSOS, con diagnósticos urgentes y soluciones enfáticas. Los mimbres retóricos del populismo. Se volvió a comprobar con ocasión de la sentencia de La Manada cuando reaparecieron las peticiones a los hombres «para que dejen de matar mujeres». A todos. O para decirlo con las palabras apenas más prudentes de la juez Pilar Palop, delegada del gobierno para la Violencia de Género en diciembre pasado: «Una democracia en que la mitad de la población vierte violencia sobre la otra mitad no es democracia». La mitad de la población, nada menos. Los hombres, así, en general, constituimos una amenaza. Por concretar: la mitad del Consejo de Ministros intimida a la otra. Para estremecerse. Los datos, por suerte, rebajan el dramatismo. La palabra «violencia», ciertamente, tolera la vaguedad (y no digamos ya si se trata de «violencia estructural»). «Asesinato», en cambio, contempla y hasta exige la precisión del número y la proporción. Y la probabilidad de que un varón en España asesine a una mujer es de 0,0000061%. Quizá se vea mejor de este otro modo: una madre española tendría que tener de media 166.666 hijos para que al menos uno de ellos fuera uno de esos asesinos.

Los datos del párrafo anterior proceden de uno de los mejores libros de los últimos años, que naturalmente no ganará el premio nacional de ensayo, Lo sexual es político(y jurídico). Su autor, Pablo de Lora, entre otras cosas, revisa de la mejor manera sintagmas que circulan entre nosotros –y no solo nosotros– antes como herramientas arrojadizas que como genuinos conceptos que ayudan a entender y mejorar el mundo. Se confirma: el feminismo más reciente, a pesar de cobijarse en la academia, no respeta elementales exigencias de claridad conceptual ni de precisión argumental propias de la academia. No por casualidad recayó en una de sus teóricas, Judith Butler, el premio a la «peor escritura académica» por pasajes como: «El peso de una explicación estructuralista en que se entiende que el capital estructura las relaciones sociales de una forma relativamente homóloga a una idea de hegemonía en que las relaciones de poder están sometidas a la repetición, la convergencia y la reformulación suscitó la cuestión de la temporalidad en el pensamiento de la estructura, y marcó un cambio desde una forma de teoría althusseriana que considera las totalidades estructurales como objetos teóricos a otra en que las indagaciones en la posibilidad contingente de la estructura abren una concepción renovada de la hegemonía como vinculada a los enclaves y las estrategias contingentes de la reformulación del poder».

Puede que, ante pasos como estos, le suceda al lector como a García Lorca, cuando, después de escuchar el verso de Rubén Darío «que púberes canéforas te ofrenden el acanto», se levantó y dijo: «A ver, otra vez, por favor, que yo sólo he entendido el ‘que’». El problema radica en la palabrería, tan hueca como solemne y, no menos, en las estrategias explicativas. Por ejemplo, en la apelación a agregados o sujetos colectivos o, directamente, a conceptos, sin desgranar el cómo –los mecanismos causales– que dan cuenta de los fenómenos que se pretende explicar. Saturan nuestras apreciaciones políticas, no solo en la barra del bar. Sucede con «el machismo mata», pero también con «violencia estructural», «la lengua de Cataluña», «los moros son machistas», «Madrid nos roba» o «España quiere un gobierno de coalición».

Como tantas veces, la realidad queda escamoteada por las grandes palabras y el empacho politiquero. Un par de ejemplos nos mostrarán que las cosas no son tan sencillas. En un famoso trabajo de 1971, el premio Nobel de Economía Thomas Schelling demostró cómo ciudadanos no racistas y hasta complacidos con la diversidad que, si acaso, prefieren evitar vivir en áreas donde las personas de otro color conforman una amplia mayoría, con sus elecciones al cambiar de domicilio producen ciudades radicalmente segregadas. El otro se refiere a discriminaciones de género. En 1973, en Berkeley, se observó que los hombres parecían tener mayor posibilidad que las mujeres de ser elegidos para ingresar en los departamentos universitarios. La sorpresa apareció al tratar de determinar quién y dónde: no solo no había sesgo contra las mujeres sino que, en realidad, existía un sesgo pequeño pero estadísticamente significativo en favor de las mujeres. Sucedía que las mujeres optaban a departamentos con bajo porcentaje de admisiones (lengua inglesa) mientras que los hombres se orientaban a departamentos con menor competencia y mayor porcentaje de admisiones. Se trata de una paradoja (de Simpson) bien conocida entre los estadísticos (Causality, Judea Pearl).

Los ejemplos anteriores muestran cómo, con frecuencia, el bosque impide ver los árboles. Las apelaciones al racismo o al machismo no explican sino que confunden. Los efectos observados son el resultado imprevisto (y hasta indeseado) de interacciones entre individuos. El busilis de la teoría social no trivial: el individualismo metodológico que, no está de más recordarlo, no supone ningún punto de vista moral, ninguna defensa de egoísmo. Tomárselo en serio implica, entre otras cosas, no aceptar explicaciones que, por lo directo, sin desmenuzar las secuencias causales, apelan a entidades como «el heteropatriarcado», «el sistema» o «el pueblo». La que desnuda en su ridiculez las invocaciones de las autoridades a los automovilistas para que «salgan de manera escalonada».

Las solemnes abstracciones no solo envilecen nuestro conocimiento. También nuestros razonamientos morales, incluidos los emancipadores. Sigo con más ejemplos. Los negros, sobrerrepresentados entre los pacientes con ciertas enfermedades en fase terminal, se niegan a donar órganos, en buena medida porque no quieren que acaben en pacientes blancos. Para ellos, cada blanco sería responsable del comportamiento del grupo al que pertenece. La misma falacia, sensu contrario, por cierto, de quienes sostienen que, puesto que los negros participan de ese sesgo, no deben esperar un tratamiento especial como receptores. Para estos, cada negro sería responsable del comportamiento del grupo.

Pensemos ahora en la igualdad. Imaginemos que nos da por redistribuir entre dos grupos de igual tamaño, dentro de los cuales hay desigualdades: por un suponer, unos hombres ganan 10 y otros 8; y unas mujeres 6 y otras 4. Después de una redistribución «igualitaria» entre grupos unos hombres cobran 9 y otros, 5; y unas mujeres, 10 y otras, 4. Tenemos, sí, igualdad de grupos, pero mayor desigualdad entre los individuos, en general y dentro de cada grupo. La igualdad de grupos a costa de la desigualdad entre individuos. Recuérdenlo cuando les vengan con las balanzas fiscales, los límites a la solidaridad entre las comunidades o la igualdad de las lenguas: la igualdad inteligible es entre individuos. Sí, la defensa de la igualdad es inseparable, conceptualmente, del compromiso con el individualismo ético.

UN IGUALITARISTA consecuente defiende crear las condiciones para que las personas desarrollen sus planes autónomos de vida, lo que incluye eliminar las desigualdades derivadas de circunstancias ajenas a su decisiones y hacerlas responsables de las derivadas de sus cabales elecciones. Por eso mismo, contempla asegurar ciertas ventajas para las mujeres, por ejemplo, compensarlas por los efectos desigualitarios de la maternidad o de cualquier otra circunstancia no elegida de su vida. Eso sí, el argumento vale para cualquiera en sus circunstancias, no para las mujeres sin más, no por pertenecer al grupo.

Pero no parece que estén para sutilezas tantos supuestos progresistas entregados a los conjuros: el sistema, el heteropatriarcado o la casta. Tiran por lo derecho. A la hora de explicar las patologías sociales no dudan en echar mano de solemnes palabros para decorar argumentos circulares en el mejor de los casos, como aquel personaje de Molière que «explicaba» los efectos narcóticos del opio invocando una virtus dormitiva de cuya existencia no daba otra «prueba» que el propio sueño. Y a la hora de pensar la emancipación se enfangan en entes colectivos (incluso, en la pendiente de la chifladura hablan de «derechos históricos de los pueblos») que, antes que otra cosa, consolidan las injusticias que supuestamente denuncian. El problema, que lo es, no solo es que nos impiden entender, sino también que nos incapacitan para defender cosas tan importantes como la igualdad.

Las palabras ampulosas acostumbran a acompañar –cuando no a preceder– los momentos más encanallados de la política. No se busca convencer sino expulsar y estigmatizar y, para decirlo con Machado, «todo resulta tenebrosamente claro». Así está el mundo, no solo el nuestro, y me temo que a estas alturas resultaría ingenuo reclamar un drenaje que, a buen seguro, mejoraría los tratos entre ciudadanos. De momento me contentaría con que en la Universidad no suceda lo mismo. Muchas veces no las tengo todas conmigo.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).