ABC-IGNACIO CAMACHO

Etiquetada la derecha como objeto de repudio y desprecio, ya sabe el riesgo que corre si se atreve a salir del gueto

NO es un cordón sanitario, sino la valla de un campo de concentración ideológica. El escrache del día del Orgullo Gay a Ciudadanos representa un episodio más de un proceso creciente de confinamiento de la derecha, a la que el sedicente progresismo pretende achicar el espacio público como paso intermedio hasta que logre simplemente negárselo. De modo consciente o inconsciente, esa voluntad de exclusión está inspirada por el mismo impulso de hegemonía supremacista del nacionalismo catalán o vasco: la convicción de que existe un territorio de ortodoxia política y cultural, el célebre lado-correcto-de-la-Historia, más allá del cual todo pensamiento discrepante debe ser proscrito y vetado. La izquierda ha decretado que ciertas ideas –el feminismo, la libertad sexual, la integración migratoria, el cambio climático– son de su sola propiedad y no admite en ellas intrusos que no vayan provistos del correspondiente salvoconducto moral expedido por sus propios gurús doctrinarios. Por eso los dirigentes de Cs fueron recibidos en la fiesta del sábado como lo habían sido en la manifestación del 8 de marzo, donde la vicepresidenta del Gobierno y la esposa del presidente encabezaron el piquete de expulsión de los liberales del territorio igualitario que su presencia por libre había profanado. El siguiente objetivo señalado es el alcalde de Madrid, culpable de pretender reabrir el centro al tráfico. Lo que en cualquier ciudad española constituye un cotidiano debate de barrio adquiere en la capital la importancia simbólica de un Prestige urbano en el que pronto aparecerán siniestras estadísticas de enfermos pulmonares, ancianas atropelladas y vecinos asmáticos. El objetivo es presentar al adversario como una anomalía histórica, un sustrato del atavismo bárbaro que ha de quedar reducido y confinado para que resplandezca la bondad de las ideologías redentoras del género humano.

En este designio, Vox encarna, con su homofobia mal disimulada, su negacionismo ecológico y su declarada obsesión contra las políticas de género, la coartada ideal para condenar a todo lo que haya a la derecha del PSOE al destierro. Da igual que su representación electoral apenas alcance en el mejor de los casos un diez por ciento; la propaganda se encarga de convertirlo en el diabólico elemento contaminante que justifica, como el reactor averiado de Chernóbil, la estigmatización y aislamiento completos de la derecha y el centro. Blanqueados los extremistas de Podemos, los separatistas catalanes y hasta los posterroristas de Bildu como adalides del progreso, el bloque liberal-conservador queda estampillado como objeto de repudio y desprecio. Una operación perfecta de maniqueísmo asimétrico en la que el ministro Marlaska, con naturalidad ausente de remordimiento, ha delimitado las líneas de riesgo que los deportados no deben sobrepasar si se atreven a salir del gueto.