- “Euskadi y España son ahora países libres y en paz”. Sánchez, en el homenaje a Miguel Ángel Blanco.
Jamás fue más acertada la frase de Aldous Huxley: “Debería existir una manera de limpiar y desinfectar las palabras». El autor de ‘Un mundo feliz’, una visión ácida acerca del futuro de la humanidad que supera en no pocas ocasiones al “1984” orwelliano, no conocía el grado de ruindad oratoria al que puede llegar el presidente del gobierno español. También aplomo, doblez, insensibilidad ante el horror. Porque hablar así en un acto que homenajea la figura del mártir Miguel Ángel Blanco, atrozmente torturado y asesinado por ETA, delante de su hermana Marimar Blanco, así como del Rey y gente a la que se le supone cierto grado de bondad es de un cinismo que raya en patología. Sánchez no es solo un narcisista peligroso, un ególatra dispuesto a saltarse los controles democráticos, un acólito de Zapatero y de su plan con etarras y separatistas para implantar un modelo de España en el que los criminales manden y los perseguidos sean los demócratas. Sánchez, hablando de una Euskadi libre, como si tal cosa, con los zapatos encharcados en la sangre de centenares de muertos por la mil veces maldita ETA es una patología, la del ser que no conoce límites.
Su homilía sacrílega ha sido un jalón más en ese camino que sigue contumazmente para conseguir cambiarlo todo y derrocar la Transición, la Corona, la democracia parlamentaria, el respeto a la vida humana, la ética en política y, en suma, todo por lo que los españoles nos hemos dejado la vida, y en el caso de Miguel Ángel y muchos otros esto ha sido literal, pero, eso sí, sonriendo de soslayo y con acento de seductor impostado de baile de barriada. Unamos a eso su rotunda grosería, porque Mefistófeles al menos tuvo la decencia de mostrarse exquisitamente culto ante un Fausto que dudaba entre su alma y el atajo diabólico.
Sánchez intenta disimular su condición, pero a poco que se repare en lo que dice se le nota el pelo de la dehesa. No le duele Miguel Ángel ya no digamos como a su hermana, un dolor infinito que deberá arrastrar durante toda su vida, lacerante, vivo, brutal»
Sánchez intenta disimular su condición, pero a poco que se repare en lo que dice se le nota el pelo de la dehesa. No le duele Miguel Ángel ya no digamos como a su hermana, un dolor infinito que deberá arrastrar durante toda su vida, lacerante, vivo, brutal. A Sánchez no le duelen las víctimas de la banda asesina etarra. A Sánchez, seamos claros, no le duele nada ajeno porque en su imaginario mental está solamente él. Por eso puede pactar con los herederos del terror, Bildu, la ley de memoria histórica, el escupitajo más grande jamás lanzado sobre cientos de tumbas de víctimas del horror que representan quienes nos gobiernan por activa o por pasiva. A este individuo poco o nada le inquieta que sus palabras puedan herir o incluso matar. Digo matar porque cuando tu presidente dice o hace enormidades asesina por la espalda la convivencia y la libertad e introduce el terror y ese rencor que anima su obra de gobierno, empeñada más en derrumbar que en construir, en odiar que en amar.
Volviendo a Huxley, decía, a propósito de la cita, que las palabras podían lavarse con bondad, con humanidad, con ternura. Que no se esfuerce Sánchez. No hay amor en el mundo que pueda limpiar sus iniquidades ni agua que lave la sangre con la que se ha manchado al pactar con quien tanto dolor nos ha traído. Porque todo puede enmendarse, todo, menos la muerte. Esa sí que es irreversible y no permite ni acercamientos, ni amnistías, ni indultos o componendas. Sépalo, presidente, y sépanlo quienes le secundan. Aunque les dé igual.