Miquel Escudero-El Imparcial
En forma coloquial, quemar supone echar a perder o malbaratar algo; a veces, un ritmo estresante de trabajo (quizá por órdenes absurdas o extemporáneas) desemboca en un punto de saturación que nos deja bloqueados y hace que, desesperados, nos plantemos sin remedio, ‘porque no puedo más’; porque estamos quemados.
También las palabras pueden ‘quemarse’: cuando se emplean mal, de forma inadecuada o abusiva, y llegan a quedar descoloridas. Las lenguas, ciertamente, están en continua evolución, pero pueden resultar empobrecidas de forma brutal como sucede con los terrenos que han ardido con un incendio. Hemos de cuidar todo nuestro patrimonio, que incluye, claro está, las palabras leídas y dichas.
Irene Vallejo, filóloga y escritora zaragozana que ha triunfado en todo el mundo con su libro El infinito en un junco, ha resumido con belleza la clara importancia de su oficio:
“El libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones más valiosas: las palabras”.
Las palabras con los conceptos y los matices que despiertan ideas e intuiciones. En esa guerra de la que habla Irene Vallejo, algunos pretenden doblegar la libertad de pensar, de imaginar y opinar. Los totalitarios de la ideología que sea buscan hacer callar a quienes no se les someten y ambicionan imponer a todo el mundo, como algo natural, el uniforme que ellos deciden para cada ocasión.
En 1991, año en que se declaró la independencia de Croacia con respecto a Yugoslavia, los nacionalistas croatas hicieron desaparecer unos dos millones de libros no croatas. Una salvajada que ignoraba y de la que me entero al leer Allí donde se queman libros (Tecnos), cuyos autores son Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez. Es una monografía sobre la violencia política cometida contra las librerías españolas entre 1962 y 2018: más de medio siglo de atentados contra ellas, en especial entre 1973 y 1978. Han indagado en las fuentes orales de quienes fueron testigos. Una bibliofobia específica, una tirria selectiva que permite sólo aquello que reafirma y repite lo que quienes mandan exigen; no se admite discusión ante los portadores de la verdad exclusiva. Así, por tanto, lo ‘bueno’ no es lo mejor, sino lo que conviene. Desde esta deriva, todos los términos quedan intoxicados y pierden su textura. Se llega entonces a la neolengua, tal como describió George Orwell en su distopía 1984.
Los autores de Allí donde se queman los libros han estudiado con detalle los atentados cometidos en ese período contra librerías, también contra las salas de cine. Previamente, “la Guerra Civil y la represión franquista de posguerra habían acabado con la Edad de Plata de las letras y las ciencias españolas”. Poco antes de morir Franco y con el Movimiento Nacional en ‘estado gaseoso’ (como afirmó uno de sus jerifaltes, Raimundo Fernández Cuesta), lo denominados Guerrilleros de Cristo Rey se mostraban, no ya “dispuestos a morir y a matar por España” (como había arengado Blas Piñar, fundador de Fuerza Nueva), sino a apalear a los ‘rojos’ y destrozar todo lo relacionado con ellos. Esa demencia producía un efecto de imitación (hubo montones de siglas diferentes) y de venganza, que el Gobierno de Suárez dio al traste.
Se describe aquí también la guerra de desgaste que en aquellos años la organización terrorista ETA efectuó, dotada de medios humanos y de dinero para ejercer la violencia; “su antifranquismo fue circunstancial”, subrayan los historiadores Fernández Soldevilla y López Pérez: “El nacionalismo vasco radical intentó seducir, controlar o castigar a todos los ámbitos relacionados con la cultura y, especialmente, con la palabra”. Insistían en los valores genuinos vascos, dictados por ellos, y quien no se comprometiera con ellos, repetían los sectarios, “es un falso intelectual, no es intelectual”. Una espiral de ‘locos’ que llevó al terror y a imponer un silencio angustioso.
Al comenzar 1933 y tras ganar en las urnas, Hitler fue nombrado canciller de la República de Weimar. No habían pasado dos meses, cuando el Reichstag ardió por la acción de un comunista holandés de veintitrés años de edad, lo que aceleró la instauración del Tercer Reich y del terror. En mayo de ese año, la sección estudiantil del partido nazi inició una campaña contra el espíritu antialemán en la universidad. En treinta pueblos y ciudades se procedió a la ceremonia entusiasta de quemar libros considerados anti alemanes o no alemanes, con delirio, con rabia impostada y con ignorancia demencial. En la céntrica plaza de la Ópera berlinesa, la Opernplatz, ardieron más de 25.000 libros; fueron desplazados en camiones, furgonetas y carretas y los descargaron frenéticamente para acabar con ellos, con los enemigos de la verdadera Alemania. ¿Nos lo podemos imaginar?