JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • No hay defensa sin gasto militar, no hay papel relevante de Europa en el mundo sin una relación estrecha y adulta con Estados Unidos

Los dilemas estratégicos a los que Putin nos ha arrojado, la emergencia energética que estamos viviendo, las interrogantes que nos suscita el papel de Europa en un mundo que está lejos de adecuarse a nuestros deseos tienen que analizarse ante la evidencia de que aquello que decimos no se corresponde con lo que hacemos.

Hace unos días escuchaba a uno de los grandes expertos españoles en relaciones internacionales señalar la contradicción entre nuestro rechazo teórico a las políticas de apaciguamiento con los agresores, desde que Hitler hizo de la Conferencia de Munich un macabro engaño, y la realidad de una práctica que ha permitido a Putín avanzar en sus ambiciones territoriales sin que, hasta ahora, se le hiciera una oposición efectiva. En 2014, Rusía se anexionó Crimea y no pasó nada, porque de la misma manera que algunos mostraron comprensión hacia las pretensiones de Hitler sobre los Sudetes porque eran predominantemente germanoparlantes, Crimea parecía lo suficientemente rusa como para mostrar cierta benevolencia hacia el autócrata de Moscú.

Todos hemos dicho alguna vez que Francis Fukuyama se equivocó declarando el fin de la historia tras la caída del Muro de Berlín, pero hemos actuado como si el gran politólogo estadounidense hubiese acertado de pleno, asumiendo que no había alternativa que desafiara a los sistemas democráticos liberales y a la economía de mercado. Con este andamiaje teórico que la práctica desmentía, Europa se enamoró del ‘soft power’, entendiendo que su gran papel en el mundo consistía en ejercer la influencia nacida de un prestigio universalmente reconocido. Se creyó que Europa no tenía enemigos y que si los tenía se debía a su proximidad a Estados Unidos, de modo que marcando ciertas distancias, nuestra seguridad sería aún mayor. China se veía sobre todo como un socio comercial y Rusia, como un gigante territorial neutralizado. La invasión de Ucrania ha acabado con la ficción y los nuevos alineamientos que elevan la tensión en puntos estratégicos -Taiwán, el Mediterráneo oriental, África subsahariana, Irán- obligan a un profundo replanteamiento de la visión estratégica, entre otras cosas para que haya una y compartida.

No menos intensa ha sido la especulación sobre la ‘autonomía estratégica’ de Europa, sin reparar en que esa pretendida autonomía casa mal con que la primera potencia industrial europea haya aceptado su dependencia del gas ruso hasta hacerla casi absoluta, mientras componentes razonables y no contaminantes para conseguir un modelo de fuentes de energía mas equilibrado -como la nuclear- se convertían en tabú.

Es verdad que Estados Unidos en estos años se ha replegado, que pensó que Rusia era ya un problema estrictamente europeo y que debía concentrarse en la rivalidad con China. Es cierto también que un presidente como Trump, precedido por un Obama poco europeísta, terminó por romper las costuras que se habían abierto en la relación transatlántica. Pero, al mismo tiempo, habrá que reconocer que la exigencia de EE UU para que los aliados europeo elevaran al 2% su gasto militar no era exorbitante -ahora ni siquiera se lo parece a Sánchez- y que si Ucrania hoy puede disputarle a Rusia la victoria sobre el terreno es por la ayuda a gran escala que Washington está prestando.

Con estos antecedentes a la vista, no deja de sorprender que muchos la emprendan con ‘los mercados’ y su supuesto mal funcionamiento para explicar la emergencia energética generada por la guerra de agresión de Putin. Pero ‘los mercados’ no tienen la culpa de que Alemania decidiera hacerse dependiente de Rusia, ni que un buen día la señora Merkel resolviera que se acababa de un plumazo con las centrales nucleares. Ni tiene la culpa el mercado de que el Gobierno socialista renunciara en su momento a la interconexión gasista con Francia y que a falta de interconexiones no exista la base física necesaria para hablar siquiera de un mercado. Los mercados, en fin, no tienen la culpa de que estas y otras decisiones políticas que nada tienen que ver con el funcionamiento de aquellos hayan condicionado tan negativamente nuestra capacidad de respuesta a una desestabilización tan profunda como la que estamos sufriendo.

Seamos serios, no cabe autonomía estratégica con dependencia energética; no cabe disuasión creíble frente a los enemigos con la simple y autocomplaciente retórica del ‘poder blando’; no hay defensa sin gasto militar; no hay papel relevante de Europa en el mundo sin una relación adulta y estrecha con EE UU. El mundo se ha vuelto extremadamente peligroso y tenemos que asumir que estamos, en el mejor de los casos, ante una nueva guerra fría que exige una nueva mentalidad vigilante y solidaria. Se trata de proteger intereses estratégicos que ya no radican sólo en la frontera europea oriental sino que llegan, literalmente, a nuestras antípodas, en un orden mundial que las potencias revisionistas -con Rusia y China a la cabeza pero no sólo ellas- dan por acabado.