Alberto Olmos-El Confidencial
Después de años jugando al escondite con la verdad de los hechos, algunos se sorprenden de que la gente opte por negar la realidad
Es perfectamente lógico que un grupo amplio de personas esté difundiendo estos días la especie de que el coronavirus no existe. También dicen que las mascarillas no sirven para nada. Proponen que una élite mundial ha creado el ‘bicho’, y que su objetivo es una suerte de genocidio controlado de la población mundial. También se teme la vacuna venidera contra el virus, que servirá para controlarnos, pues llevará alguna tecnología en su solución que acabará implantada en nuestros cuerpos. Todo esto parece delirante, pero no deja de ser verdad.
A fin de cuentas, llevamos casi una década jugando a que la verdad no existe, posmoderneando con la mentira, riéndonos de los amargados que siguen los esquemas clásicos de la epistemología y la sindéresis. Hace nada, la ministra de Igualdad se preguntaba qué es una mujer, y daba a entender que ser mujer es muy relativo; en rigor, facultativo. También hay gente que ha pedido a la Administración que le reconozca una edad de treinta y pico años, a pesar de tener más de 50, pues esta gente no se siente cincuentona, sino en la flor de la vida. Las cosas que pasaron hace siglos se pueden borrar de los libros y de las calles, simplemente reescribiendo esos libros y tirando algunas estatuas. ‘Lo que el viento se llevó’ ya no es una obra maestra del cine, sino una película residual: solo la curiosidad más sospechosa puede hacer que pierdas el tiempo viéndola. La política nacional e internacional lleva décadas, quizá siglos, basándose en esta volubilidad de lo cierto. Se invaden países por armas químicas que no existen, se adjudican atentados a grupos terroristas de conveniencia electoral, se despide gente con denuncias falsas de acoso.
Los alucinados de la, así llamada, ‘plandemia’ hacen exactamente lo mismo que todos nuestros gobernantes: contar un cuento
Por tanto, que haya gente que piense que el covid-19 no es lo que nos dicen resulta inevitable. Fernando Simón afirmaba hace unos meses que las mascarillas no eran necesarias y que una manifestación como la del 8-M no iba a contagiar a nadie. Los datos oficiales de muertos no coinciden con otros datos oficiales de muertos y hay datos procedentes de las funerarias y del cese del pago de pensiones que tampoco casan muy bien con esos datos oficiales. Los alucinados de la, así llamada, ‘plandemia’ hacen exactamente lo mismo que todos nuestros gobernantes: contar un cuento. Si los políticos apuestan todo su futuro y su éxito a la calidad de sus cuentos, nada puede impedir que cada cual ponga en circulación sus propios relatos, quizá también muy seductores.
¿Por qué un grupo de ciudadanos no tiene derecho a mentir y mentirse y el gobierno de turno y los partidos políticos sí? Fernando Simón ha reconocido que mintió en relación con las mascarillas, porque era lo que convenía en aquellos momentos, cuando no había provisiones suficientes para varios millones de adultos. Si la teoría de la conspiración sobre el coronavirus puede causar más muertos y más contagios, también pudo causarlos la convocatoria del 8-M y el paso atrás que dio el gobierno sobre la fabricación casera de mascarillas. Recuerden que durante unos días el tema estuvo sobre la mesa (que cada uno se hiciera en casa su propia mascarilla), pero luego dejó de aconsejarse. Si nos dijeran por qué, a lo mejor nos llevábamos un susto.
La gente no vive para mentir, pero sí vive para creer, y nada impide que crean auténticas majaderías
La gente no vive para mentir, pero sí vive para creer, y nada impide que crean auténticas majaderías. Resulta por tanto patético que alguien en el gobierno esté preocupado por los negacionistas del coronavirus, como si dijera: mienten mejor que nosotros. Porque si a la mentira, el cuento y la explicación del mundo de un grupo de personas que no disponen para su difusión de otra cosa que Internet lo único que puede oponerse es una mentira institucionalizada y con medios mayores y científicos venales, lógicamente algún día estas falsedades de guerrilla triunfarán. El bulo pequeño acaba siendo más atractivo que el bulo asfixiante.
Cuando en Italia alguien decidió llevar a los tribunales al gobierno por su gestión de la pandemia -en concreto, por no cerrar dos pueblos a tiempo- el presidente Giuseppe Conte no echó mano de sus propias paranoias y conspiraciones, no acusó a diestro y siniestro de antipatriota o fascista o demente, sino que afirmó que le parecía estupendo que unos jueces revisaran lo hecho por su gabinete porque “los ciudadanos tienen derecho a saber”. Si en España el gobierno estuviera completamente seguro de que hizo siempre lo que pudo y se sirvió honestamente de los datos y herramientas de los que se disponían en cada momento (“Este gobierno no tiene ningún motivo para arrepentirse de nada”, dijo Marlaska en abril), no se revolvería como un gato panza arriba cada vez que alguien quiere saber algo, presenta una denuncia en un juzgado o propone una investigación. Es lo que tiene la verdad, que hay que investigarla. Y lo que resulta más importante: hay que soportarla.