Papas

ABC 17/03/13
JON JUARISTI

Uno de los signos más positivos del comienzo del pontificado de Francisco es la hostilidad que ha despertado en los peores

SUPONGO que para muchos católicos —y para una gran mayoría de los periodistas de los medios católicos, no sólo de los de la Iglesia, sino de los meramente confesionales—, resulta tranquilizador pensar que el cónclave nunca se equivoca en su elección del sucesor de Pedro porque el Espíritu Santo guía la voluntad de los cardenales electores hacia el más idóneo de todos ellos. Pero la experiencia histórica dice que no todos los papas fueron buenos. Algunos salieron torcidos, incluso catastróficos. Ha habido papas santos y otros menos santos en el sentir de la propia Iglesia. Los papas son humanos, y sería un error —también doctrinal— confundir la elección papal con la canonización del elegido.

Desde fuera de la Iglesia, lo mejor que cabe desear a la misma en estos momentos es que la elección haya sido acertada. Como escribí en su día a propósito de Benedicto XVI, desde este mismo rincón de ABC, ojalá el tiempo demuestre que este primer Francisco fue un gran papa. Así lo espero, muy sinceramente, porque lo que haga durante su pontificado influirá en la historia de todos sus contemporáneos, católicos y no católicos. Por supuesto, es muy legítimo valorar positivamente la ejecutoria de Jorge Mario Bergoglio como arzobispo y toda su labor al servicio de la Iglesia desde que ingresó en la Compañía de Jesús. Así lo ha hecho el cónclave, y el común de los fieles, periodistas o no, está asimismo en su derecho de hacerlo, pero ninguna garantía biográfica es absoluta. Personalmente, siento verdadero aprecio por los jesuitas. Estudié en una de sus universidades, tengo buenos amigos entre ellos y creo que la Compañía ha producido en el pasado, y sigue haciéndolo en el presente, personalidades admirables. Desde el Fundador, que era, por cierto, del mismo pueblo del que procede mi familia (siempre lo hemos considerado un pariente ilustre). Sin embargo, tampoco olvido que alguno de los patinazos más memorables de mi propia biografía se debe a la influencia directa de miembros de la orden.

Los primeros gestos del pontificado de Francisco son esperanzadores, y uno de ellos, la carta fraternal a los judíos de Roma, especialmente conmovedor. Pero confieso que lo que más me inclina a confiar en que el nuevo Papa será un caso notable de ejemplaridad pública, como diría mi amigo Javier Gomá, es la insidiosa campaña que ha lanzado contra él la prensa de la izquierda, apresurándose a relacionarlo con la dictadura militar argentina y el robo de niños (deben haberse sentido muy decepcionados por la ausencia de escándalos de pederastia clerical en la archidiócesis bonaerense). El jesuita Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, ha sido excesivamente circunspecto al calificarlas de falsedades de intencionalidad anticlerical. Lo son, en efecto, tanto como las imputaciones de nazismo juvenil al cardenal Ratzinger o las acusaciones de envenenamiento de las fuentes públicas o de paqueo contra frailes y curas en la castiza tradición revolucionaria española. No es que la calumnia se valga en estos casos de los que llaman, con un oxímoron flagrante, «rumores acreditados», es que los crea. El anticristianismo contemporáneo podría definirse perfectamente como lo que Bebel dijo a propósito del antisemitismo de su tiempo: he aquí el socialismo de los imbéciles. Pero hay algo más, que Lombardi ha omitido, quizá por exceso de discreción: cuando el mal se ensaña con alguien señala donde está el bien. Es el homenaje involuntario que el vicio rinde a la virtud. ¿Puede haber una prueba más persuasiva de que el jesuita Jorge Mario Bergoglio ha sido una persona decente que el odio miserable que suscita en una izquierda tan carente de ejemplaridad pública y privada?