- Vox es una escisión del PP y si bien no hay peor cuña que la de la misma madera, también es verdad que una genealogía compartida debería actuar como bálsamo suavizador de enfrentamientos
Está calando la percepción, que las últimas encuestas confirman -con la excepción de las trucadas por el esbirro Tezanos-, de que Sánchez está entrando en su ocaso. Si hoy se abrieran las urnas para conformar un nuevo Congreso de los Diputados, la suma del PP y Vox rebasaría netamente los 175 escaños y, dato revelador, el Grupo Popular superaría en volumen a los del PSOE y Podemos reunidos. Sin embargo, esta posibilidad numérica no significa automáticamente que la articulación de una nueva mayoría de signo distinto a la agregación monstruosa que hoy nos acogota vaya a ser fácil o llevadera. No es un secreto que a Alberto Núñez Feijóo la perspectiva de un gobierno de coalición con Santiago Abascal de vicepresidente no le resulta nada atractiva y que su objetivo es conseguir un Ejecutivo monocolor. También es conocido, y el reciente rechazo de Vox a los presupuestos, tanto en el Ayuntamiento como en la Comunidad de Madrid, así lo indican, que en el partido verde no existe disposición a prestar su apoyo al presumible ganador de las elecciones generales de 2023 de manera graciosa y gratuita.
Por tanto, la construcción de una alternativa estable para la próxima legislatura, aunque la aritmética la dibuje como factible, dista de ser una simple formalidad. De entrada, es palpable una marcada diferencia de estilos, de lenguaje y de estética. El ex presidente de Galicia es un hombre tranquilo, mesurado y conciliador, unas características fruto de su genética, de su origen celta y de una biografía atemperada por cuatro victorias por mayoría absoluta y por un sosegado eclecticismo ideológico. No hay que olvidar que, según propia confesión, en los primeros años de la democracia recuperada votó a Felipe González. El hecho de que después las circunstancias le llevasen a militar en una formación liberal-conservadora no borra su capacidad de contemplar la ubicación en el campo de las ideas políticas como una cuestión maleable. En otras palabras, en Feijóo la aproximación pragmática a la realidad prima sobre las convicciones teóricas.
El proceso constante de caricaturización y demonización que ha sufrido Abascal por parte de los medios de izquierda ha contribuido a crearle una imagen áspera
Abascal, en cambio, es una personalidad forjada en el combate a vida o muerte contra enemigos ciegamente implacables. Cuando en tu juventud has llevado pistola para defenderte del acecho de asesinos sin alma, te has movido rodeado de guardaespaldas y has visto a no pocos amigos y correligionarios caer bajo las balas o las bombas y al comercio de tu padre arder dos veces, tu percepción de la política no es precisamente la de un juego de salón. Su apego a un sistema de principios y valores férreamente interiorizados y asumidos forma parte de su mundo y su disposición a negociarlos es por lo menos escasa. Es por eso por lo que, frente al discurso matizado y en ocasiones polisémico de Feijóo, los pronunciamientos de Abascal pueden sonar en ciertos oídos pacatos como secos trallazos. Obviamente, el proceso constante de caricaturización y demonización que ha sufrido Abascal por parte de los medios de izquierda ha contribuido a crearle una imagen áspera que a un adepto al centrismo como Feijóo le inspira toda suerte de cautelas.
Yendo a diferencias más sustantivas, abundan los puntos en sus respectivas visiones de la situación actual de España en los que sus posiciones no son fácilmente conciliables. Mientras en el PP se empeñan en seguir considerando el Estado de las Autonomías como un éxito, en Vox resaltan su fracaso como apaciguador de los separatismos, su disfuncionalidad notoria y su insoportable coste financiero. En cuanto a la Unión Europea, el entusiasta europeísmo del PP contrasta con el eurorealismo crítico de Vox. La aceptación más o menos completa por parte del PP de buena parte de la agenda woke en áreas tales como el feminismo, el concepto de familia, la violencia de género, el ecologismo doctrinario o el fenómeno trans, es asimismo un serio obstáculo para el entendimiento de ambos partidos a la hora de acordar un programa de gobierno. Por suerte se dan también amplias coincidencias en asuntos de la trascendencia de la reforma de la justicia, la unidad nacional, la economía de libre empresa, la fiscalidad y la calidad de la educación.
En el contexto descrito, es necesario que, por un lado, el PP supere prejuicios y complejos y por el otro Vox esté dispuesto a negociar sin intransigencias ni intemperancias. Un elemento a tener presente una vez el resultado electoral los siente a la mesa del posible pacto es que, guste o no guste admitirlo en determinados ambientes, Vox es una escisión del PP y si bien no hay peor cuña que la de la misma madera, también es verdad que una genealogía compartida debería actuar como bálsamo suavizador de enfrentamientos. Nada sería tan negativo como una oposición agria entre una concepción de la política entendida como pura gestión y otra sentida como desbordante pasión. España demandará cuando la hora llegue que surja una síntesis patriótica entre estos dos planteamientos de la que emerja una Nación renovada en su fe en sí misma, fortalecida en sus grandes potencialidades y abierta a un futuro que los que ahora la pilotan están empecinados en cerrarle.