JESÚS LAÍNZ – LIBERTAD DIGITAL – 13/11/16
· Los miles de asesinados en Paracuellos pueden descansar en paz, pues, gracias a Carrillo, murieron por una buena causa: la construcción de una sociedad más libre y más justa.
ace algunos años leí en un artículo, que lamentablemente no he podido localizar, que decía que García Lorca fue víctima de un «brutal asesinato». Y algunas líneas más abajo, que el de Muñoz Seca en Paracuellos de Jarama fue un «error político». Difícilmente se puede resumir mejor la llamada memoria histórica, esa gran patraña que envenena el pasado, el presente y el futuro de España.
Tan curiosa visión de la historia tiene una explicación muy sencilla: la distinta valoración moral que, para los representantes de ciertas opciones políticas, merecen los hechos, e incluso los crímenes, dependiendo de la ideología política en nombre de la cual se cometan. El fenómeno es tan viejo como la Humanidad y se pueden rastrear ejemplos en todo momento y lugar, pero su época dorada llegó, sin duda, con la irrupción de las masas en la política en 1789. Pues con ella alcanzaron su máxima expresión la sensiblería, las pasiones colectivas, los odios y las excusas.
Gloriosos precursores de ello, como de casi todo, fueron aquellos franceses inventores del totalitarismo que, en nombre de la Égalité y la Fraternité, acabaron con un Antiguo Régimen indudablemente obsoleto pero escasamente sangriento para anegar Europa en sangre durante dos generaciones. Bien claro dejó su santón Robespierre que el nuevo régimen republicano, para conseguir su objetivo de instaurar el «despotismo de la libertad», habría de implicar «la destrucción de todo lo que se le oponga». Y su camarada Carrier advirtió a sus afortunados compatriotas que «o Francia se regenera a nuestra manera o la convertiremos en un cementerio».
Sus continuadores soviéticos lograron idénticas hazañas. Pues, una vez derribado un zarismo anacrónico, opresivo y con varios miles de fusilados y encarcelados a sus espaldas, instauraron el paraíso proletario que, a cambio, provocó decenas de millones de víctimas y el encarcelamiento global de cientos de millones de personas tras el que bautizaron, con excelso sentido del humor, como Muro de Protección Antifascista (Antifaschistischer Schutzwall) hasta el estrepitoso desplome del sistema comunista por su propia incapacidad.
A continuación llegarían sus discípulos españoles, con Santiago Carrillo a la cabeza. Pues este dirigente –primero socialista, después comunista, y homenajeado post mortem por el Partido Popular– se distinguió, aparte de por su papel principal en las matanzas de Paracuellos, por el doble rasero con el que durante toda su larga vida descalificó sin matices los hechos y opiniones de sus adversarios y alabó, también sin el menor matiz, los de los suyos. Sánchez Dragó dejó para la posteridad un programa televisivo (2003) en el que el anciano comunista se enfrentó con el filósofo Gustavo Bueno. El esquema ideológico de Carrillo era hipócritamente sencillo: no es posible comparar el golpe de Estado izquierdista de 1934 con el acaecido el 18 de julio de 1936, ya que el primero estuvo justificado por lo siguiente:
«No había otra forma de detener el fascismo que la lucha armada. Lo que intentábamos en 1934 era impedir que en España sucediera lo mismo que había sucedido en Italia. No era un golpe contra la democracia. Fue un intento de impedir que por la vía parlamentaria un partido fascista como la CEDA llegase al poder».
Aparte de la insostenible afirmación de que la monárquica y democristiana CEDA fuese un partido fascista, ¡curiosa manera de defender la democracia impidiendo el normal desarrollo del régimen parlamentario! ¡Y magnífica justificación del 18 de julio la que nos dejó don Santiago! Porque si justificó el golpe del 34 como medio para abortar el imaginado golpe de los que él llamó fascistas, los alzados del 36 justificaron su decisión como medio para abortar lo que ellos llamaron revolución comunista. Con la singular diferencia de que esta última no fue imaginada, sino que se anunció, se proclamó, se publicitó y se puso en marcha desde, por lo menos, las elecciones de febrero de aquel año hasta la definitiva gota del asesinato de Calvo Sotelo.
En esto consiste el doble rasero para los hechos políticos dependiendo de la ideología de sus protagonistas. Pero más significativo todavía de la perversión moral de sus sostenedores es lo que sucede cuando ese doble rasero se aplica a los crímenes. Pues los izquierdistas encuentran siempre el modo de agravar los de los contrarios –reales o imaginados, y baste con pensar en el barranco de Órgiva, aquel ansiado Paracuellos franquista que quedó en enterramiento de cabras– y, sobre todo, de absolver los suyos. Por eso los pueden anunciar sin disimulo, como el socialista Luis Araquistáin: «La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio». Y además, siempre se tiene a mano la justificación moral, social, histórica o dialéctica que exonera de culpas a la eternamente inocente izquierda. Así lo explicó Largo Caballero: «La revolución exige actos que repugnan, pero que después justifica la historia».
Y ochenta años después de aquellos trágicos hechos, la izquierda, con maniqueísmo digno de los cuentos infantiles, sigue gozando de la fortuna de encontrar eximentes que sirven paralelamente para acentuar la perversidad de sus oponentes, curas, banqueros, marqueses y generales deseosos de seguir oprimiendo a los pobres. Los historiadores Joan Villarroya y Josep María Solé lo han explicado espléndidamente:
«La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios».
Los miles de asesinados en Paracuellos pueden descansar en paz, pues, gracias a Carrillo, murieron por una buena causa: la construcción de una sociedad más libre y más justa.