JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO
- El realismo que lleva a Occidente a replegarse de responsabilidades globales trae un orden internacional sin aspiración a defender derechos fundamentales
En Estados Unidos se habla de la «paradoja progresista» para referirse a esa izquierda que defiende con indignación apasionada los derechos y la igualdad de todos y todas mientras suscribe el paradigma multicultural que, en nombre de la diversidad, niega que ‘nuestros’ derechos puedan ‘imponerse’ más allá del ámbito occidental, bajo pena de ser tachados de eurocéntricos. La izquierda ‘multiculti’ traga con las ruedas de molino que suministra la diversidad mal entendida, sin dar razón de tanta tolerancia ante aquellos que reivindican creencias religiosas, identidades étnicas, tradiciones culturales o modos de vida atávicos para constituir en nuestra sociedad mundos separados donde los principios esenciales sobre los que asienta la convivencia, simplemente, no rigen.
Sorprende más aún cuando se repara en que las prácticas culturales que plasman esa diversidad tienen como víctimas a las mujeres y las niñas, por no hablar de las opciones sexuales minoritarias. Los códigos en el vestir, la retirada de la vida social y escolar, los matrimonios forzados de menores, la poligamia, el veto a la socialización, la sumisión y la violencia contra la mujer entendida como un comportamiento aceptable en esos marcos culturales son esa otra cara de la que un peculiar sentido del respeto a la diversidad oculta su verdadero nombre: barbarie.
A propósito de Afganistán esas trágicas paradojas se reproducen. El contento que esa cierta izquierda siente ante el fracaso de Estados Unidos no le impide rasgarse las vestiduras ante el destino que espera a las mujeres afganas, tras el final de una misión militar que nunca apoyó. Sin embargo, de acuerdo con la lógica multicultural, la salida de los aliados debería restaurar una vida de orden y tranquilidad que habría recuperado esas peculiaridades que los occidentales, con su falta de respeto hacia la diversidad, querían erradicar. Bien sabemos que el mundo armónico en el que cada uno vive dentro de una identidad impermeable no existe y que esa identidad impuesta, normativa y segregadora es una verdadera cárcel cultural.
La ministra Irene Montero proclamaba como prioridad proteger a las mujeres afganas y la comunidad LGTBI. Hay que tomar nota de que Montero no habría hecho ese llamamiento si los americanos siguieran en Kabul. Lo que no explicó la ministra es cómo habría que dar esa protección: ¿otra vez con tropas o tal vez con talleres de masculinidad para los talibanes? Y además, ¿de qué habría que protegerlas, cuando precisamente la situación de la mujer es la mejor aunque sea la más trágica expresión de la diferencia que tanto gusta?
Personalmente creo que reivindicar lo que asumimos como imperativos de dignidad humana es un deber incondicional y que la Declaración Universal de Derechos Humanos no admite derogaciones identitarias. Claro que Montero lo tiene fácil. Para evitar juicio alguno que comprometa su teoría multicultural, extiende a todos la sombra talibán argumentando que también en nuestras sociedades hay desigualdad y violencia contra la mujer, como si fueran situaciones ni remotamente comparables.
Ahora los países europeos se preparan con preocupación para una posible oleada de refugiados que lleguen a nuestras fronteras huyendo de Afganistán. Es curioso -y, de nuevo, paradójico- que tantos huyan buscando fuera lo que tuvieron al alcance en su país. Es curioso que se afirme, sin más matices, que las instituciones y el respeto a los derechos humanos básicos son imposibles de trasladar a un país del que una buena parte de su población está dispuesta a escapar precisamente para disfrutar fuera de eso que, según parece, es imposible en su casa.
Decenas de miles buscarán protección y la esperanza de una vida mejor en otros mundos culturales donde a las mujeres no se las lapida por una acusación de adulterio -como hace 2.000 años se enseñó en el Evangelio-, a las niñas no sólo se les permite, sino que se les obliga a ir a la escuela, donde se prohíbe el matrimonio precoz y se persigue el crimen de honor y en los que se puede rezar al dios en que cada cual crea o no rezar ni creer.
Los que ven cumplida su profecía del fracaso occidental, pueden estar tranquilos. Durante mucho tiempo no planteará nada que no sea la utilización de la fuerza militar para objetivos exclusivamente bélicos. Nada de ‘nation building’, de desarrollo institucional y mucho menos de ‘imposición’ de la democracia a pueblos que estarían encantados con sus violentas tiranías. Si el realismo ha llevado a que Occidente se repliegue de responsabilidades globales, es igual de realista reconocer que un orden internacional privado de toda aspiración a promover un nivel elemental de respeto a derechos fundamentales básicos equivale a sustituir un problema por otro seguramente mayor.