Paridas

Juan Manuel de Prada, ABC, 24/3/12

Todo intento de explicar las acciones de un tarado por su adscripción ideológica resulta, desde luego, desquiciante

TODAS las paridas que hemos leído y escuchado en torno a la presunta adscripción ideológica del asesino de Toulouse nos sirven para reflexionar sobre los desarreglos que la ideología introduce en nuestra percepción de la realidad. Lo comprobamos tras la masacre perpetrada en Oslo por aquel tarado llamado Breivik: de inmediato, los medios de comunicación propalaron que se trataba de un «ultraderechista» y «fundamentalista cristiano»; tal etopeya rocambolesca quedaría luego desmentida (¡el tarado Breivik resultó masón!), pero durante algunos días la apócrifa adscripción ideológica ampararía las más delirantes soflamas progresistas. Todo intento de explicar las acciones de un tarado por su adscripción ideológica resulta, desde luego, desquiciante; pero si encima tal adscripción es inventada, el intento exige una explicación clínica.

Cualquier persona dotada de sentido común, al saber que un tipo en Toulouse ha disparado contra varios niños, pensaría que se trata de un tarado; y, sentada esta premisa, sabiendo que en una taradura de tal magnitud pueden concurrir raíces genéticas y factores culturales, se pondría a considerar las circunstancias concretas del caso, entre las que no parece baladí que los niños asesinados fuesen judíos. Pero la consideración de las circunstancias concretas, por significativas que sean, no le apartaría de su conclusión primera, pues sólo en un tarado los factores culturales pueden actuar como fermento criminal. Y el mismo sentido común le dictaría a esa persona que el odio al pueblo judío, que en los sucesivos crepúsculos de la Historia ha adoptado máscaras diversas, se funda hoy sobre todo en las relaciones conflictivas que el estado de Israel mantiene con sus vecinos mahometanos; de lo cual deduciría que, si en la taradura del asesino de Toulouse actuaba como fermento el odio al pueblo judío, lo más probable es que fuese secuaz de Mahoma, o —menos probable— partidario de los secuaces de Mahoma en el conflicto que se traen con los judíos (y aquí habría de reconocer, inevitablemente, que tales partidarios militan sobre todo en las filas del progresismo).

Pero lo que la prensa, dimitiendo del sentido común, ha afirmado (hasta que se ha demostrado que el asesino de Toulouse era, en efecto, un secuaz de Mahoma) ha sido bien distinto. Se ha enarbolado el móvil xenófobo, se ha sacado de paseo el fantasma del nazismo, se ha vuelto a demonizar al «ultraderechista» Le Pen (o a su hija): los progres de izquierdas con la delectación pomposa que proporciona esa suerte de superioridad moral en la que viven instalados; los progres de derechas con esa propensión al mimetismo lacayuno del gozquecillo que quiere hacerse perdonar no sé qué pecado original. Semejante aquelarre exige, como escribíamos más arriba, una explicación clínica, que en el caso francés tal vez sea producto de una suerte de lapsus freudiano (el antisemitismo feroz de los abuelos sigue pasando factura, en íntima amalgama con la mala conciencia propia de un pueblo dimisionario que ha vendido su primogenitura por un plato de lentejas revolucionarias y se ha cruzado de brazos ante la colonización islámica); pero que en otros países como el nuestro, tal vez igualmente dimisionarios pero menos golpeados por estas lacras, tal aquelarre haya también triunfado demuestra que el empacho de consignas ideológicas progresistas ha oscurecido nuestra percepción de la realidad hasta extremos caricaturescos. Las paridas que hemos leído y escuchado en estos días así lo certifican.

Juan Manuel de Prada, ABC, 24/3/12