Ignacio Varela-El Confidencial
Este es el Ejecutivo legítimo de España y lo será hasta que un Parlamento democrático elija otro. Será, probablemente, desastroso para los intereses de los habitantes del Estado
«Yo no veo muy claro que el pesimismo sea, sin más ni más, censurable. Son las cosas a veces de tal condición que juzgarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de ellas».
José Ortega y Gasset, ‘La España invertebrada’
Para empezar, fijemos límites. Este es el Gobierno legítimo de España, y lo será hasta que un Parlamento democrático elija otro. Será, probablemente, desastroso para España. Es divisivo de vocación, incluso inmoral en su gestación. Pero, guste o no guste, tan constitucionalmente legítimo como cualquiera de los anteriores. Y esta cuestión es decisiva, porque señala la frontera de lo que es lícito hacer para combatirlo. Los exégetas del oficialismo que han corrido a empaquetar preventivamente a todos los críticos en una supuesta consigna de ‘Gobierno ilegítimo’ (que hasta ahora solo Vox ha agitado) juegan sucio a conciencia y arrojan azufre a la hoguera.
Hemos visto la foto de una Cámara escindida en dos bloques que no se reconocen ni se toleran. Si hay que atender a lo que se escuchó en la tribuna, la mitad del Congreso está compuesta por traidores filoetarras y la otra mitad por fascistas. ¿Quedan demócratas en la política española? ¿Qué nos ha pasado para que pronunciar la palabra Constitución se haya vuelto problemático? Tras este debate, ha quedado claro que los espacios del consenso están clausurados en un país que lo que más necesita, tras cuatro años de parálisis, es un alto el fuego para comenzar a salir del atasco.
Se ha elegido un Gobierno políticamente radiactivo. Primero, por la destrucción de la credibilidad personal de su presidente. En su carrera hacia el poder, Sánchez se ha sometido a la mutilación de su autoridad moral y del crédito de sus palabras. Todos los partidos, incluso los que lo apoyaron, comenzaron expresando su desconfianza radical en el candidato, ganada con creces. Lo peor es que él ni siquiera intentó desmentirlos: parece haber asumido ese atributo en su manual de resistencia, ande yo caliente y ríase la gente. Pero es corrosivo para un país tener un gobernante que hace del cinismo un principio y, además, lo exhibe.
Es también radiactivo por la naturaleza de sus apoyos. Ciertamente, la coalición socialnacionalista (resultante de la alianza estratégica de las dos ramas de la izquierda con todos los nacionalismos) es la que Sánchez siempre buscó: lo intentó en 2015 y 2016, lo ensayó en 2018 y lo ha consumado ahora. Pero en esa amalgama hay tanta carga fraccional que aproximarse a ella desde otros espacios políticos resultará imposible.
Esta coalición no es progresista, sino regresiva. Porque nos devuelve a los peores rasgos de la historia moderna de España: el cisma político, que no tardará en trasladarse a la sociedad. La prevalencia de lo centrífugo sobre lo centrípeto y de lo disolvente sobre lo fundente. Y la cuestión nacional infectándolo todo. ¿Cómo puede ser progresista una política que pone lo identitario por encima de lo cívico y el principio de territorialidad sobre el de ciudadanía?
Parece mentira que en 2020 hayamos vuelto a la pregunta que torturó a los intelectuales del 98: ¿qué es España? La respuesta es que para gran parte de sus señorías, España no es nada (“el Estado”, lo llaman) o es directamente el enemigo. Hemos pasado de discutir sobre las naciones sin Estado a propugnar un Estado sin nación. Regresa la España invertebrada, y lo hace de la mano del partido que presumió de ser el que más y mejor la vertebraba. Y de la mano de unos y otros, la Constitución ha pasado de punto de encuentro a campo de batalla.
Este desastre se fraguó en dos opciones dramáticas: la primera, cuando la izquierda y la derecha democráticas prefirieron atarse a sus respectivos extremos nacionalpopulistas que dar un solo paso para entenderse entre ellas. La falacia sanchista de la inevitabilidad de esta fórmula solo funciona si se asume previamente que en España el foso emocional que separa la derecha de la izquierda es insalvable: y eso es tanto como convalidar 150 años de guerra civil y certificar el fracaso de la Transición.
La segunda, aún peor, cuando se aceptó la idea de que la política (o la democracia, o la voluntad popular) está por encima de la ley. Tal dicotomía venenosa es el fundamento mismo del contrabando ideológico del populismo en el mundo entero. Porque la ley no es otra cosa que la expresión normativa de la democracia, y despreciar la primera conduce inevitablemente a dinamitar la segunda.
Lo más desmoralizador de este debate ha sido escuchar al presidente del Gobierno embistiendo contra el poder judicial en el nombre de la política para justificar un pacto de impunidad. Como dijo sensatamente Inés Arrimadas, la única forma saludable de desjudicializar la política es que los políticos cumplan la ley y se abstengan de delinquir. Incluso si son nacionalistas.
Luego está la situación lamentable en que quedan los poderes del Estado tras este proceso destructivo. El ejecutivo, hipotecado desde dentro y atado a una mesa (nunca mejor dicho) desde fuera. El legislativo, bloqueado por su propia escisión. Ahora se trata también de desconectar o doblegar al judicial. Y el jefe del Estado, sometido a acoso y derribo ante la pasividad de su primer ministro.
Si los separatistas pretendían debilitar el Estado que los frenó, el éxito es completo. De hecho, como ha observado Marta García Aller, el influjo tóxico del conflicto catalán sobre la política española es tal que el Congreso de los Diputados se va pareciendo al Parlament. Ya verán cómo la relación de este Gobierno con su oposición parlamentaria no será muy diferente de la que el Govern de Torra mantiene con la suya.
La izquierda queda prisionera de su pacto con los nacionalistas. La derecha, atada y atemorizada por el rugido de Vox. Mientras una y la otra no se libren de sus secuestradores, nada podrá avanzar en España. Habrá Gobierno, pero no gobernanza.
Por primera vez, media España sale de una investidura asustada por la otra media, y viceversa. Si a este Gobierno y a esta oposición les quedara un rastro de responsabilidad, no tendrían ante sí tarea más importante que cerrar esa herida. Si no lo hacen, esta será la legislatura más crispadora de nuestra democracia. Y lo que sucede en el Congreso pronto sucederá en nuestras familias.