RAMÓN JÁUREGUI-EL CORREO

  • Tenemos todo el derecho del mundo a proclamar que no compartimos nada con quienes dicen que van a Madrid a «destruir el régimen

Gritad, gritad, que mientras gritáis no matáis», decía Ernest Lluch a quienes intentaban boicotear un acto público del PSE en el corazón de la Parte Vieja donostiarra. No creo incurrir en ningún oportunismo sectario si especuló con el pensamiento de Ernest respecto a la polémica sobre el juego político de Bildu en la actualidad.

Su ingenioso y valiente estímulo a que quienes mataban, o apoyaban que otros lo hicieran, siguieran gritando permite una interpretación especulativa sobre su apoyo a la participación de los herederos políticos de ETA en las instituciones democráticas. Es más, quienes le conocimos y disfrutamos de su amistad sabemos bien que la famosa ecuación «política o violencia», que con su capacidad sintética habitual Alfredo Pérez Rubalcaba tradujo por «votos o bombas», estaba en el eje de sus pensamientos. En el 20 aniversario de su asesinato, nuestro recuerdo de aquel amigo sabio y catalán singular nos permite reivindicarle como el socialista dialogante y generoso que fue.

La democracia siempre planteó ese dilema a quienes equivocadamente decidieron continuar su violencia cuando se inicio la reconstrucción democrática en España y el autogobierno en Euskadi. A pesar de nuestros esfuerzos, en aquellos años, por convencerles de que la Constitución suponía una verdadera ruptura con el régimen franquista, de que la democracia no estaba tutelada por los poderes facticos y de que el autogobierno del Estatuto de Gernika no era de cartón-piedra y permitiría una plena recuperación de la identidad vasca, ellos decidieron intensificar su lucha y matar de manera masiva y cruel.

Pero la mano abierta de la política siempre estuvo tendida como contrapartida al abandono de la violencia. El Pacto de Ajuria Enea, por ejemplo, contenía esa promesa como núcleo fundamental de nuestra oferta. Por cierto, acompañada de la reinserción de sus presos y el compromiso de la profundización autonómica-democrática como trasfondo político. Incluso en el Pacto Antiterrorista de 2000 se reiteraba esta idea, aunque esta vez acompañada de la exclusión legal de su entorno político si la violencia continuaba.

Pues bien, esta es la esencia del final de ETA y la coherencia democrática de nuestro sistema político. Abandonaron la violencia y participan en política, reciben el voto de una parte de la ciudadanía y la representan en las instituciones. La más grave confusión la producen quienes otorgan a ETA una victoria por su continuidad política devaluando la extraordinaria victoria de la democracia sobre la violencia, despreciando la paz que disfrutamos desde hace casi diez años y olvidando que disolvieron su banda hace más de dos años.

Participan, además, porque nuestra Constitución no es militante, sino tolerante. A diferencia de Alemania, que construyó su marco democrático con el recuerdo de su responsabilidad en la guerra y excluyó a los partidos fascistas, antisemitas, etcétera, la nuestra se configuró sobre una cultura de tolerancia y aceptación de todas las expresiones políticas, incluidas aquellas que pretendían su destrucción.

Pero otra cosa es incorporarlos a la dirección del Gobierno o compartir con ellos objetivos estratégicos mediante pactos políticos. Quiero creer que, en los pactos presupuestarios con Bildu, el PSOE no asume ninguno de esos propósitos. El problema es que Podemos sí los asume y pretende además articular con Bildu y ERC una mayoría estratégica de largo plazo para realizar una «transformación histórica de España». El problema es también que esa alianza se hace devaluando el entendimiento de los socialistas vascos con el PNV y vetando la incorporación de Ciudadanos a la mayoría de apoyo al Gobierno.

Esa es la perspectiva estratégica que algunos rechazamos, unida a las exigencias de un suelo ético que el propio Parlamento vasco ha definido como condición de plenitud de juego político .

Tenemos todo el derecho a decir que no compartimos nada con quienes dicen que van a Madrid «a destruir el régimen» (se supone que el de nuestra Constitución). No queremos traspasar los límites de un modelo autonómico-federal para introducirnos en la autodeterminación o en el confederalismo. No creemos conveniente el cuestionamiento de la forma de Estado. Nos preocupa la crisis macroeconómica y social de España después del Covid y creemos que los esfuerzos y sacrificios que vienen necesitan de consensos amplios, no de frentes sectarios.

Ya sabemos que nuestro tiempo pasó. Pero ¿podemos decir lo que nos inquieta?