Rubén Amón–EL CONFIDENCIAL
- Sánchez corona el modelo autárquico y autoritario de un partido eviscerado cuya fuerza proviene del poder que ejerce, del miedo a perderlo y del pavor a la alianza Casado-Abascal
La parodia mesiánica que sobrentienden el nombre y el apellido de Pablo Iglesias —Pablo Iglesias fundó el PSOE, Pablo Iglesias quiso destruirlo— no contradice el providencialismo igualmente paródico de Pedro Sánchez, cuyas iniciales coinciden a medida con las del Partido Socialista.
PS es PS. Y no porque Sánchez se haya subordinado a la idiosincrasia, historia y sensibilidad del Partido Socialista, sino porque ha sometido el Partido Socialista a su propia imagen y semejanza. Partido Sanchista podría llamarse a partir de ahora, sin necesidad de aludir a las otras sigas del predicado. Ni obrero ni demasiado español, queremos decir.
Y muy poco socialista y muy sanchista, de tal manera que el PS(OE) conserva la sede, el logo, la estructura, pero cuesta trabajo encontrar la personalidad socialdemócrata que lo identificaba. Y no porque Sánchez reniegue conceptualmente de ella, sino porque el patrón de la Moncloa ha vaciado el partido de patrimonio cultural y hasta de ideología. Tanto le vale pactar con Bildu como erigirse en el patriarca del centro. Igual le da excitar el discurso plurinacional que enfatizar el orgullo mesetario.
Sánchez ha convertido la kermés en un ejercicio de autoridad y de autoestima. Un selfi político al que nadie opone resistencia ni objeciones
Ignacio Varela define el fenómeno con mucho acierto cuando identifica el PSOE con un trabajo de taxidermia. El ‘animal’ está. Y se parece a una criatura política, pero se trata de un partido disecado. Ha vuelto a demostrarlo el congreso narcisista de Valencia. Sánchez ha convertido la kermés en un ejercicio de autoridad y de autoestima. Un selfi político al que nadie opone resistencia ni objeciones. Ni siquiera Alfonso Guerra, cuyo ingenio y gracejo —“hay quienes prefieren abuchear a un presidente y aplaudir una cabra”— acudió a rescatar a Pedro I del bochorno del 12 de octubre.
Era la premonición del abrazo de González a Sánchez entre los ninots ignífugos. Un abrazo indecoroso a la luz de las diatribas y discrepancias que definen la relación, pero ilustrativo de la omnipotencia sanchista. Y no porque Sánchez haya viajado al centro, sino porque Sánchez viaja donde haga falta, más todavía si Casado le deja libre la pista de la moderación.
Impresiona la mansedumbre de los barones. Conmueve la sumisión con que han reaccionado los ministros decapitados. A Sánchez no se le tiene aprecio ni se le tiene respeto, se le tiene miedo, aunque las principales razones que explican su poder aglutinador consisten en el poder, en el pánico que supondría perderlo y en el pavor que implica la victoria de Casado y Abascal.
Sánchez es el único argumento para impedirla. Y el motivo por el que puede explorar a su antojo el espacio centrista que ha dejado vacante la derechona. No se vota con entusiasmo la candidatura mendaz de Sánchez, se vota enérgicamente en contra del pacto oscurantista del PP y Vox.
Mientras llegan las elecciones, ondea la bandera del PSOE en Moncloa. No con la corpulencia ni la tonicidad con que le gustaría a Sánchez, pero sí con suficientes expectativas de continuidad. Por eso necesita exponer —lo hizo ayer— el monstruo de la extrema derecha. Y por la misma razón su proyecto político aspira a normalizarse en el centro, disputando al PP el voto desamparado de Ciudadanos y tranquilizando al socialista sensato y mesetario. Todo ello, sin renunciar a la batalla por la izquierda que le ha organizado Yolanda Díaz.
No es fácil conseguirlo, porque PS y el PS, tanto montan, se resienten de un problema gigantesco de credibilidad. El chantaje soberanista, la crisis energética, la estrella demoscópica de Casado y la pujanza del ‘yolandismo’ desdibujan la euforia con que Sánchez se ha presentado en Valencia.
La ausencia de valores y de compromisos ideológicos otorga a PS mucha flexibilidad, oportunismo, soluciones instintivas
Y no convendría subestimar su capacidad de adaptación. La ausencia de valores y de compromisos ideológicos otorga a PS mucha flexibilidad, oportunismo, soluciones instintivas, pero también depaupera la confianza y otorga ventaja a las opciones más ortodoxas y creíbles.
¿Es Yolanda Díaz, en este sentido, un obstáculo inesperado? La irrupción de la vicepresidenta no formaba parte de la ruta triunfalista de Sánchez. Se jactaba el presidente de haber evacuado a Iglesias y de haber jibarizado Podemos, pero le resultaba inverosímil que se le precipitara delante una alternativa fervorosa con las siglas trasnochadas del PCE.
No es fácil identificar el tamaño de Yolanda Díaz más allá de los test demoscópicos y de la burbuja mediática. Hemos adquirido suficientes razones para la precaución y escarmiento, aunque el fenómeno de Yolanda Díaz no es necesariamente una mala noticia para el porvenir particular de Sánchez, independientemente de la salud del Partido Socialista.
Cualquier camino le resulta válido y homologable al líder socialista si le consiente una expectativa de victoria particular
Primero, porque la colega de gobierno es un recurso movilizador en el espectro electoral de la izquierda, más aún cuando el sanchismo representa un desengaño entre los correligionarios pata negra. La batalla contra el PP y Vox urge a la suma de todos los recursos. Y en segundo lugar, porque la fortaleza de Yolanda Díaz desnutre Podemos y define un frente, un movimiento, más abstracto y evanescente que pragmático o concreto.
Que Yolanda Díaz sea un freno en el espacio electoral del PSOE no significa que su pujanza implique un problema a la continuidad de Sánchez en la Moncloa. Cualquier camino le resulta válido y homologable al líder socialista si le consiente una expectativa de victoria particular.
Decía Guerra que a España no iba a reconocerla ni la madre que la parió. Pedro Sánchez ha logrado lo mismo con el PSOE, pero no en sentido entusiasta ni positivo, sino como el ejemplo de un partido desfigurado cuyas siglas han terminado devoradas por las iniciales del secretario general.