ABC-IGNACIO CAMACHO

Sánchez debería tener cuidado con sus deseos porque a veces la suerte o el destino gastan la broma de concederlos

PASE lo que pase, ésta será ya la campaña de Vox. No sólo porque está llenando los auditorios y dejando gente en la calle mientras los demás tienen dificultades –hasta el presidente en su feudo andaluz de Dos Hermanas– para que no se noten demasiado los vacíos en los planos generales, sino porque el partido de Abascal, en un sentido o en otro, va a convertirse en el elemento determinante. Sus resultados serán la clave del desenlace. Y como su verdadera propaganda transcurre subterránea, en los grupos de whatssap, las encuestas lo tienen en buena medida fuera de su alcance. Sin recuerdo de voto anterior y sin datos fiables sobre la composición social de sus votantes no es posible medir el impacto de su irrupción en términos ecuánimes. Por eso su proyección, y sobre todo sus efectos colaterales, son ahora mismo la gran interrogante. Puede propiciar el vuelco o, lo que es más probable, garantizar la continuidad de Sánchez.

La teoría y la lógica invitan a concluir que una facturación alta de Vox favorece al Gobierno en tanto que perjudica al PP y a Ciudadanos. La única certeza previa en estas elecciones es la de que el PSOE será el más votado, y por tanto se beneficiará de la ventaja en la atribución/distribución de escaños, atascando al resto de contendientes en el cuello de botella del reparto. Además, el discurso arriscado del nuevo partido actúa como un artefacto que polariza a todo el centro-derecha y estimula la reacción de sus adversarios. La Moncloa lo ha incluido en el debate televisado para situarlo en el centro del escenario: es evidente que desea potenciarlo. Al poder le interesa una confrontación simplista, de brochazos, política-espectáculo con la que disimular la evidencia de sus inquietantes aliados. Le encanta la idea de enfrentarse a Don Pelayo y confía en que, en el peor de los casos, una eclosión de Vox supere a Cs y lo empuje a sus brazos. Pero eso no va a suceder porque Rivera se autodestruiría si le hace ese regalo; bastante problema tendría con digerir su fracaso. Lo que sí ocurriría es que la irresponsabilidad sanchista dejaría un país más escindido y radicalizado, incapaz de encerrar a sus viejos demonios en el armario.

La táctica del presidente tiene otro riesgo. Lo corrió Susana Díaz y aún se debe de estar arrepintiendo de haber engordado adrede el voto del cabreo. Las estigmatizadas «tres derechas» podrían devorar a Podemos y provocar un zarandeo en esos últimos escaños de muchas provincias que están en el alero. Con el altísimo porcentaje de electores indecisos, o renuentes a declarar su opción, parece aventurado fijar techos. Los socialistas juegan con fuego: cualquier artillero sabe que un arma con exceso de pólvora provoca una sacudida de retroceso. Y hay que tener cuidado con los deseos porque a veces la suerte o el destino se regodean con ellos y gastan al que los pide la broma de concederlos.