El minuto de oro fue la aparición del lustroso adoquín que exhibió Albert Rivera, sacado de los bajos del atril, de donde emergió mucha mercancía a lo largo de la velada. Un adoquín traído de Barcelona. Quizá lanzado allí por algún CDR lunático y luego debidamente pulido para enfocarlo en un plató de televisión como el monolito de Kubrick. El adoquín pudo ser el perrito Lucas en plan mineral. Otra gilipollez de Rivera, que necesita enredar con artefactos que suele flamear a destiempo. Parece el Inspector Gadget. El debate fue un bazar de lugares comunes que abría paso al odio que se dedicaron los candidatos. Un odio tirando a ridículo. Después de aquel minuto de gloria con pedrusco, todo fue degenerando a quincalla, a filfa, a un idioma de hojalata que alcanzó temperatura de mascletá. Rivera, ya puestos, estuvo tan enreda y desubicado que podría haber hablado un rato en cada micrófono jugando a ser todos los hombres que nunca será, como en la canción de Sabina.
Quedó claro que cuatro de los cinco candidatos tenían muy poco que ver con la vida. Con la vida de los otros. Con nuestra vida misma, por no ir más lejos. Pablo Iglesias, que es de la estirpe del camaleón, se desdobló por momentos en Hare Krishna frente al cañoneo general. Y lo hizo bien, mostrando de nuevo su anhelo de un mundo hecho con los pastos de La casa de la pradera. Estos debates restan alegría de vivir.
Pablo Casado tuvo un rato triunfal cuando le pidió a Rivera caridad en la lengua. Parecido a cuando Iglesias le insistía a Sánchez: «¡Quiéreme!, ¡que me quieras!». La barba a Casado le sienta bien. Es lo mejor de su aportación al debate. Otro aspecto interesante: cuánto le molesta al líder del PP que le saquen el pasado delincuencial del partido, pero qué manera la suya de coronarse con las canas de sus mayores. De ahí el toque de ceniza prematura que aloja su discurso.
Luego está el semental de estreno: el ultraderechista Santiago Abascal, el hombre que se inventó las pasiones. Un sujeto que necesita un imperdible para no perder el escroto en el turno de palabra. Lanzó soflamas y afirmaciones como para hacer saltar marcapasos por los aires. Metió tanto miedo que parecía un anuncio de Prosegur. Ninguno de los compañeros de milonga tuvo el coraje de detenerlo. Se dio cuenta de que iba solo por la cuneta y cada vez pegó más duro, impulsado por inspiraciones loquísimas. Era un adoquín contra la sensatez. Incluso, sencillamente, contra la verdad. Eso es lo terrible. Estas elecciones se juegan en los extremos, porque del centro nunca sale nada canjeable cuando se habita el caos, que es donde estamos.
Deseo, por el bien de todos, que Pedro Sánchez rematase a su gusto el crucigrama que le ocupó las tres horas de debate. Cuántas combinaciones de la palabra bloqueo no escribiría este hombre en los folios que manejó. El suyo fue un silencio sin réplica, displicente, artificioso. Lo quiso convertir en best seller para ganar el domingo. No contestó a ninguna cuestión de los adversarios. Los miró de frente lo justo: mirar a alguien que pregunta requiere dar respuesta, aunque sea con las cejas. Y eso lo sabe. Prefirió colgarse el cartel de Compro Oro, anunciar ofertas a puñaos y mantenerse en pie mientras le daban duro con un palo y duro también con una soga como al poeta César Vallejo en aquel París con aguacero.
El debate fue de tal pobreza política que casi acierta la Academia de Televisión al proponerlo sin preguntas –excelentes Ana Blanco y Vicente Vallés–. Ningún candidato quiso hablar en verdad. No exhibieron razones para el ciudadano, sino que intentaron (una vez más) que éste entrase en razón en favor de ellos. Don Quijote avisó de que la locura empieza con la realidad y no antes. Lo del adoquín no fue un síntoma.