LUIS VENTOSO-ABC
Ayer se cumplieron dos años del Brexit sin nada bueno
MINISTRO, 54 años, casado y padre de cinco hijos (cuatro dentro del matrimonio y uno fruto de expansiones piratas). Pero Boris Johnson sigue siendo el único político británico que gasta estatus de estrella del rock. Nada gusta más a los ingleses que lo excéntrico, y Boris lo cultiva, con sus artículos cultos, ocurrentes y algo flamígeros; con sus humoradas y boutades de pijo de Eton desinhibido y su pelo rubísimo –ahora ya de bote–, estudiadamente alocado. Ministro de Exteriores, mora en una residencia del Foreing Office al lado del Parlamento y sale a correr de mañana por el soberbio parque de St. James’s. Para los turistas madrugadores constituye una nueva atracción ver pasar a ese hombre rosado, que suda congestionado mientras trota ataviado con polo de rugby y bañador de flores. Boris fue el mascarón de proa del Brexit, al que se subió como parte de su ambicioso y fallido plan para llegar al Número 10. Contra pronóstico, él y sus brexiteros ganaron el referéndum hace exactamente dos años, en medio de un furor nacionalista que lo festejó como «el Día de la Independencia».
Pero la valía política de Boris no concuerda con la expectación que suscita su circo. Colaboradores y ministros delatan que es vago y disperso, un caos al frente de Exteriores. La semana pasada invitó a un cóctel a un grupo selecto de diplomáticos por el cumpleaños de la Reina. El embajador belga ante la UE le preguntó por las preocupaciones de las compañías británicas ante el Brexit. «Fuck business!». Tal fue la ponderada respuesta del líder del Leave y ahora jefe de la diplomacia. El problema es que su exclamación puede cumplirse. Como ha ocurrido en Cataluña, las empresas están empezando a joderse con la gran idea del Brexit. Airbus acaba de anunciar que si May no alcanza un acuerdo profundo con la UE desmontarán la tienda y se llevarán 14.000 empleos. BMW se ha sumado a la amenaza, con 8.000. En enero quebró Carillion, gigante británico de servicios a la administración y se perdieron 20.000 empleos. Hace dos semanas cerraron la mitad de los grandes almacenes clásicos House of Fraser (6.000 nóminas) y el Todo a Cien británico, Poundworld (5.300). El Reino Unido era antes del referéndum el país del G-7 que más crecía; hoy es el que menos, por detrás incluso de Italia. El tema de la frontera irlandesa está sin resolver. También el futuro del primera industria, la City de Londres. Un think tank sufragado por Apple, Barclays, BP y Goldman calcula que la broma le está costando al país 440 millones de libras semanales. La divisa se ha desplomado frente al euro. El precio de la vivienda cae. Los dos grandes partidos están abiertos en canal por la herida fratricida del Brexit, que copa el debate público de manera enfermiza y hace que se desatiendan otros problemas.
¿Sobrevivirán? Claro, y hasta puede que a largo plazo vuelva a irles bien. Pero se han metido en un charco innecesario por un arrebato de ombliguismo xenófobo, que no funciona, ni allí ni en Cataluña.