SE TRATA de la novela de Fernando Aramburu. Ese historiazo de más de 600 páginas publicado por Tusquets que abunda en los pliegues de dos familias vascas que se quisieron y se odian. Una del lado de la normalidad abertzale. La otra, de la anormalidad de ser normal según la idiocia abertzale. Es una historia narrada desde la distancia (Alemania, donde vive el autor) y desde la vecindad (ser vasco de San Sebastián y saber de qué habla). Una novela extraña, aunque nada tenga de raro.
Patria es una palabra gruesa. Patria es un concepto que discurre como por tuberías, por oleoductos que ocultan sustancias gelatinosas, viscosas, difíciles. Yo no siento nada por ninguna patria, por ejemplo. Aunque conozco a gente que escucha pronunciar «patria» y le salta el muelle de la rabadilla. Aramburu habla, sin embargo, de otra cosa. De amistad. De traición. Del crimen al que inducen algunas formas de decir patria. Así: «¡Patria!». A los gritos. A lo guerrero. A lo ajustacuentas. A lo intimidatorio. Patria es una novela hecha de personajes veraces que suman veracidad a 40 años de terrorismo, extorsión y familias pulidas por el rencor o el miedo.
En el País Vasco se han vivido muchas Patrias como las de Aramburu. Las que a veces se generan entre amigos, familias y demás modelos tribales. Unos peajes insoportables los de la patria. Están los que, de un lado, dicen: «No hay que tocar nada». Y están los que, del otro, piden que algo cambie de una vez, empezando por el crimen como promesa de mundo nuevo, como fe que apuntala la pureza de la historia y de la raza. Qué lejos parece todo aquello. Su estética de opresores y oprimidos. Y qué inmediata, en verdad, es la narración de Aramburu. Qué siniestro el nacionalismo y qué repugnante el españolismo. Existe un punto intermedio. Y no es un punto ciego. Pero nunca fue oportuno explorado. En ninguna guerra importan las soluciones, sino las victorias.
Hay quien ya habla del terrorismo de ETA en pasado. Otra generación vendrá para hacer la necesaria espeleología (sin censuras) contra este senderismo del olvido. Quedan 300 asesinatos sin despejar. Es mucho precio, incluso, para una paz. Creo, a la vez, en el acercamiento de presos. Y no creo en el cancaneo triunfal de abrir zulos a plena luz como si tanto crimen sostenido pudiese quedar resuelto con un aeróbic arqueológico.
Algo de todo esto está en Patria de Aramburu. La literatura ha vuelto a explicar lo que la política no supo. No sabe. Porque esta novela se ciñe exactamente a una realidad de hombres y de mujeres. De vecinos separados por un marjal de odio y terrores. Un palmo de tierra no justifica tanto. Ni una bandera. Ni un idioma propio. Ni una historia compartida. Una patria, antes o después, se impone por cojones. Es un serrucho con tétano. Sobre todo para los que no quieren (queremos) patrias. Por eso es preferible un país, algo que quepa en un mapa.
Estoy muy a favor de la literatura cuando la literatura me dispone claves para descifrar algo de la vida. (También, o incluso más, cuando me la complica). No creo que Aramburu sea el tipo más valiente del lugar, sino un escritor atento. Esta novela sí es un principio de desarme. Atenta contra el falso búnker de lo sagrado, de lo que aún no se podía decir. Ya ves: se puede. Y sin un mal tiro.