El Aberri Eguna de este año se celebra en circunstancias de excepción para las patrias en Europa. Ni la izquierda abertzale ni el nacionalismo gobernante pueden desentenderse de las causas y los efectos de la guerra de Putin. Ni la primera evitando ‘condenar’ al autócrata limitándose a un ‘no a la guerra’ en voz baja. Ni el segundo al poder reivindicar su atlantismo de primera hora frente al 65% de vascos que votó contra la OTAN en 1986. Porque no solo está siendo interpelada determinada izquierda que sigue sin asimilar la caída del Muro, o la extrema derecha financiada desde Moscú, que según Marine Le Pen solo espera «que finalice la guerra» para normalizar relaciones con el Kremlin. La invasión de Ucrania es identitaria y concibe Rusia sobre una historia recreada como una mezcla de superioridad moral, mandato poco menos que divino y sacrificio milenario. Las atrocidades ya cometidas, que tenderían a justificar las que vengan, permiten a sus autores alegar hasta qué punto llevan razón que se han visto obligados a proceder de esa manera. La lengua -rusa- es reivindicada como rasgo nuclear de pertenencia no ya a un colectivo sino a un destino que legitimaría todo lo que se perpetre en su nombre. La espiral generada por una violencia brutal se convierte en una escalada de fobias que cincuenta días de guerra están volviendo irreversible. Y nunca antes una pretendida independencia se había mostrado tan dependiente como el Donbás que ambiciona Putin en nombre de la liberación de sus gentes.
El nacionalismo vasco hoy es esencialmente sincrético, con una ambigüedad que solo atenúa el poder. Lo es desde el inicio de la Transición. Recurre a la adicional del Estatuto de Gernika, y «no renuncia a los derechos que hubieran podido corresponder al Pueblo Vasco en virtud de su historia» -sin que se sepa a qué puede referirse tal cláusula- al tiempo que se muestra favorable a la libre determinación. Reclama el cumplimiento de las previsiones estatutarias, largamente superadas por el autogobierno real, a la vez que apunta a la caducidad del marco autonómico. Reconoce la pluralidad de la sociedad, pero como punto de partida para la homogeneización identitaria. Concibe el autogobierno sin límites como fuente óptima del bienestar, la igualdad y la sostenibilidad, aunque atribuyéndose impropiamente el canon a ese respecto. Combina la insatisfacción permanente del agraviado con la autosatisfacción del gobernante. Se incomoda porque un grupo de entendidos nada sospechosos de españolismo diga que Euskadi no está a la cabeza del futuro. Mientras continúa quejándose de que poderes ajenos nos relegan a una segunda fila.
El espejo catalán, curvo y convexo a la vez, confunde a nacionalistas y abertzales. Hoy ERC, Junts y CUP acompañan a la izquierda abertzale en su celebración del Aberri Eguna en Pamplona. El independentismo catalán, que recrudece su pugna interna a medida que se acerca la convocatoria de elecciones autonómicas, vuelve a juntarse en sesión terapéutica, esta vez en la capital navarra. Porque lo hace con el ‘procés’ en vía muerta. La coalición que gobierna la Generalitat acude a Pamplona y no a la Plaza Nueva de Bilbao. Se hermana con el primer partido de la oposición en el Parlamento de Vitoria y no con Ajuria Enea. Con lo que no se sabe si EH Bildu le ha hecho un pequeño roto a la autoestima del PNV o le ha hecho un gran favor a Urkullu y a Ortuzar. Abertzales y nacionalistas han encontrado en el auge de Vox un motivo añadido para reactivarse. Pero identidad y nación están asimilándose de tal manera a la extrema derecha y a la desestabilización que el nacionalismo democrático debe poner el acento en su adjetivo.