IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La Sevilla de Burgos es una leyenda, un canon idealizado de la belleza como redención ante el prosaísmo de la existencia

Adiferencia de muchos personajes y personajillos de menos mérito, Antonio Burgos era un hombre educado en la discreta costumbre de embridar su ego. Lo tenía, y le sobraban motivos, pero sabía contenerlo en un talante reservado, sereno, huidizo, introvertido hasta rozar un punto hermético. Por eso resultaba tentador el pensamiento de imaginarlo contemplando su propio entierro, la señorial despedida que le tributó la ciudad de sus sueños, el desfile de protagonistas de su Recuadro alineados ante su féretro en una última, dolorida muestra de cariño y de respeto. En el recién restaurado Sagrario de la catedral, justo frente a la antigua casa de su familia, en el día de la lotería y a pocos metros de El Gato Negro con su cola de gente ansiosa por consultar la lista de premios. El majestuoso retablo de Pedro Roldán, el arzobispo con mitra y báculo, el despliegue de canónigos, sochantres y diáconos aventando el incensario ante los libros sagrados, la misa fúnebre con todo el boato de los acontecimientos extraordinarios. El ritual solemne y medido con el que tantas veces identificó el canon del patrimonio inmaterial sevillano, justo en el eje espacial de la memoria común, donde la vecindad del Patio de los Naranjos y de la urna de San Fernando se abraza con el inmediato ambiente popular del barrio donde nació el hijo del alfayate y la zapatera del Niño guasón que sonríe al pueblo en la mañana agosteña de los nardos.

Está dicho y escrito que Sevilla no es más que una idealización acuñada por Burgos mediante un ejercicio de reinvención literaria. El maestro recogió los materiales de la historia y de la tradición, los fundió en el crisol de su mirada y construyó el molde de un imaginario colectivo que se ha convertido en la ordenanza estética de la ciudad contemporánea. Una ensoñación, una utopía, una realidad sublimada, un constructo sentimental que no está cimentado en el escenario urbano ni en las vivencias cotidianas sino en una suerte de becqueriana esencia intangible a la que sólo es posible acceder a través de los pasillos secretos del alma. Sevilla como mito, como fábula, como territorio espiritual donde se halla sedimentada la intuición colectiva de una singularidad mágica. Sevilla como paisaje moral de una aspiración de equilibrio y belleza con la que redimir el prosaísmo, la hosquedad, la escarpadura hostil de la existencia. Una Sevilla irreal, si se quiere, o escondida bajo un sustrato de fracasos, vulgaridades y flaquezas; una esperanza de superación y de perfección que Burgos reivindicó a sabiendas de que se trataba de una quimera. Pero una quimera de vocación inmortal, eterna como Venecia o Florencia. Y ocurrió que esa Sevilla armónica, cabal, clásica, se rescató ayer a sí misma, con su machadiana liturgia perfectamente seria, para honrar en una glacial mañana prenavideña al llorado artífice de su más brillante leyenda.