Ni la renuncia individual al terrorismo ni, por lógica extensión, la colectiva pueden ocurrir a costa de la memoria, de la dignidad y de la justicia para con sus víctimas; a costa de erosionar valores fundamentales de una sociedad abierta.
A los militantes de ETA les es común su condición de nacionalistas vascos. Antes de ser reclutados, han hecho suyas las ideas esenciales de un nacionalismo étnico y excluyente, que niega la pluralidad constitutiva del País Vasco y enfatiza pretendidos derechos colectivos en detrimento de derechos humanos individuales. Ideas incompatibles con valores democráticos, proclives a la intolerancia y a la justificación de la violencia. Ideas adquiridas en la familia de origen, el entorno escolar, círculos eclesiásticos, asociaciones recreativas y cuadrillas, entre otros ámbitos propicios. Ahora bien, la adhesión a esa ideología y a sus objetivos raramente basta para explicar la opción individual por el terrorismo. Es preciso aludir también a una serie de motivaciones individuales basadas en criterios de racionalidad, emotividad e identidad. Aunque estas se combinan de modo variable según personas y periodos de tiempo, caben algunas generalizaciones al respecto.
Por lo común, los futuros militantes de ETA habían sido persuadidos de que la violencia era útil para conseguir propósitos políticos. Este convencimiento apelaba a casos extraeuropeos de insurrección anticolonial y a ejemplos locales, como haber impedido con atentados la construcción de una central nuclear o la ejecución del trazado previsto para una autovía. Aun así, para aceptar el reclutamiento, muchos necesitaron percibir que ETA disponía de recursos y apoyo popular. Pese a ello, no pocos de quienes se incorporaron a la banda armada hubiesen renunciado a hacerlo en ausencia del santuario francés, cuya existencia ha reducido los riesgos y costes percibidos en la militancia terrorista. Por otra parte, el prestigio social conferido a los etarras en ámbitos de la población vasca supuso un estímulo muy importante. Este y otros incentivos selectivos, como la gratificación misma de pertenecer a la banda armada, reforzaban las motivaciones basadas en criterios de racionalidad.
Ahora bien, en las motivaciones individuales para el terrorismo hay intereses y también pasiones. Un buen número de los que se convirtieron en militantes de ETA habían sentido antes frustración, al no haberse cumplido las elevadas y crecientes expectativas políticas que tenían para el fin del franquismo. Sin embargo, el odio ocupa un lugar central entre las motivaciones emocionales de los etarras. Odio intenso a España y a lo español, que procedió inicialmente tanto de la doctrina de Sabino Arana como de los excesos represivos bajo el régimen autoritario y su transformación. Con el paso del tiempo y la transformación de la seguridad interior española, ese odio dejó de estar relacionado con la conducta de los cuerpos policiales y pasó a ser producto del intenso adoctrinamiento al que han estado sometidos numerosos niños y quinceañeros vascos en el seno de la subcultura de la violencia que ha nutrido de miembros a la organización terrorista.
Además, a muchos adolescentes y jóvenes nacionalistas que se hicieron etarras les acuciaba afirmarse como vascos. Para bastantes de ellos esa fue su principal motivación al ingresar en la organización terrorista. Esta había protagonizado la recreación del nacionalismo vasco bajo el franquismo y la tenían por portadora privilegiada de aquella identidad colectiva. Bajo la dictadura, reaccionaban con agresividad ante la imposibilidad de expresar en público los atributos de esa identidad. Después, con la democracia española y el autogobierno vasco, la perentoriedad de afirmarse violentamente como vascos, según cánones propios de un nacionalismo étnico y excluyente, ha sido inducida entre quinceañeros predispuestos por razones de edad e insertos en la subcultura de la llamada izquierda abertzale. Y de esta violenta lógica de identificación no han escapado algunos hijos de inmigrantes andaluces, extremeños, castellanos o gallegos.
En esa subcultura del abertzalismo radical se continuaron socializando numerosos muchachos que, pese a haber nacido con España ya dentro de la Unión Europea y el nacionalismo institucionalizado en el Gobierno Vasco, desconocer qué son los abusos policiales y haber sido educados en euskera, acababan interiorizando motivaciones para hacerse pistoleros de ETA. Generalmente en el seno de redes sociales basadas en ligámenes afectivos de amistad o parentesco y con frecuencia tras haber pasado por el aprendizaje de la violencia callejera. Paradójicamente, las vidas de estas últimas generaciones de terroristas han discurrido en paralelo a la decadencia de ETA y su paulatina pero irreversible pérdida de apoyo social. Con todo, llama la atención que, hasta el acceso del Partido Socialista de Euskadi al Gobierno Vasco, con apoyo del Partido Popular del País Vasco, no existieran iniciativas oficiales para prevenir la radicalización terrorista, que era tolerada.
Todo ello contribuye a explicar por qué hay quienes han entrado en ETA, pero ¿qué decir sobre los centenares que han salido de la misma? Pues bien, lo cierto es que la inmensa mayoría de estos concluyó su militancia de una manera aceptada por los dirigentes de ETA, normalmente tras haber cumplido condena en prisión, sumisos a la banda armada y disciplinados a su colectivo de presos. Cuando no fue exactamente así, la decisión estuvo relacionada, hasta el inicio de los ochenta, con la percepción de cambios políticos y sociales. Desde entonces, obedece sobre todo a desacuerdos con el funcionamiento interno o las prácticas de la banda armada. Siempre ha habido una proporción significativa de militantes que rompieron con ella debido a alteraciones en su orden personal de preferencias, a menudo debido a la edad. Eso sí, solo en una minoría de los casos la salida de ETA ha implicado desradicalización, es decir, dejar de justificar la violencia.
Si arrepentimiento es pesar de haber hecho algo, el número de etarras que dejaron de serlo y están arrepentidos de su pertenencia a la banda armada es muy exiguo, estadísticamente insignificante. Se trata de unos pocos presos que, al menos de modo formal, han afirmado estarlo, por escrito y en alguna ocasión incluso por imperativo legal, ante el Juzgado Central de Vigilancia Penitenciaria, para solicitar beneficios y permisos carcelarios. Pero, salvo alguna rarísima excepción, sin proclamarlo de viva voz y en público. Al igual que las decisiones de dejar la militancia etarra o de condenar la violencia, quizá esas expresiones individuales de arrepentimiento aumenten en función de una derrota de la organización terrorista sin condiciones ni concesiones que sea reconocida por sus miembros en prisión, conscientes al fin de hallarse abocados al cumplimiento íntegro de sus condenas y sin esperanza alguna de ser excarcelados en grupo como gudaris.
Sorprende que no se debata más sobre el arrepentimiento de los terroristas y su relación con la cultura cívica. En el ámbito de la vida privada, puede que una víctima de ETA perdone a los terroristas aunque no se hayan arrepentido. Ahora bien, perdonar no significa eximir de responsabilidad ni es sinónimo de impunidad. Esto es especialmente válido en el ámbito de nuestra vida pública, donde ya no caben medidas de reinserción o tratamientos diferenciados solo a cambio de renunciar a la violencia, como se aplicaron en los años ochenta a los etarras que decidían abandonar. Exigir arrepentimiento y un comportamiento acorde es imperativo, porque hablamos de conductas que afectan al núcleo central de la convivencia democrática. Ni la renuncia individual al terrorismo ni, por lógica extensión, la colectiva pueden ocurrir a costa de la memoria, de la dignidad y de la justicia para con sus víctimas; a costa de erosionar valores fundamentales de una sociedad abierta.
Fernando Reinares, ABC, 18/4/2011