FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • En este país de tanto patriotismo desatado, el único que está perdiendo pie es justo aquel que permite que todos los demás puedan convivir

La democracia es un delicado sistema de relojería cuyas piezas deben mantenerse siempre en perfecto equilibrio, cada una de sus ruedecillas debe satisfacer su función necesaria para el funcionamiento del todo. Su fin último no es solo buscar el ajuste entre gobernantes y gobernados —que las preferencias de estos encuentren su reflejo en las decisiones de aquellos—; también, al menos en la democracia liberal, proceder al control del poder, que este no se exceda de los límites constitucionalmente previstos. Este sutil mecanismo recibe el nombre de pesos y contrapesos, algo que confirma la utilidad de la metáfora mecanicista. Lo malo es que no puede garantizar por sí mismo las condiciones para su supervivencia (el conocido Diktum de Böckenförde), algo que recuerda a esa frase atribuida a Montesquieu de que las instituciones también mueren de éxito; sin implicación cívica, sin la adecuada cultura política, acaban sucumbiendo; o por los manejos de aquellos más directamente responsables de su puesta a punto.

Lo curioso es que las fuerzas políticas que ahora mismo porfían por zarandear dichas piezas deberían ser los primeros interesados en sostenerlas. ¿Seguiría manteniendo Unidas Podemos que no debe haber límite a la voluntad de la mayoría (“popular”) si quien la ostentase fuera la oposición? Ella también es “pueblo”. ¿Le gustaría al PP que, en caso acceder al Gobierno, el PSOE se negara a pactar una renovación del CGPJ y/o de un Constitucional bajo su control, o conminara a este último para que adoptara medidas cautelarísimas para interrumpir el tracto legislativo? Por eso me pareció irónico que Feijóo apremiara a Sánchez en el Senado a “volver a la Constitución”. Oiga, aplíquese el cuento. Que se lo apliquen todos los que nos han introducido en esta perversa dinámica. Porque lo más insultante de lo que está pasando es que encima cada uno de los partidos se considera portavoz de lo que sea o deje de ser la democracia. Dicen defenderla, cuando tantos aspavientos responden a claras racionalizaciones de su interés partidista específico. Para muestra un botón. Que el atropellado procedimiento para aprobar la reforma del Código Penal, más las enmiendas bastardas ahí introducidas, respondía a cálculos políticos —apartar las decisiones impopulares del tempo electoral— lo sabemos incluso por “fuentes de la Moncloa”. Y así todo.

Lo malo es que en el camino vamos socavando las instituciones. Y ahora le ha tocado a una central, el Tribunal Constitucional, al que ya es difícil no verlo bajo el prisma partidista. La descarnada disputa por su configuración encaja en la clásica maniobra de controlar al controlador, acabar de vestir a los árbitros con las camisetas de los equipos a los que tienen que pitar. Sin presunción de imparcialidad, su auctoritas se desvanece. No es que antes estuviera libre de críticas a ese respecto, lo que pasa es que ahora se hace sin disimulo alguno. Y en este y otros comportamientos recientes la pregunta que cabe hacerse siempre es la misma: ¿por qué? Desde luego, por el turbopartidismo que todo lo cubre y se ve tan favorecido por la polarización en la que estamos, que ha acabado de contaminar al otro gran controlador, los medios de comunicación, tan propenso a achicar las responsabilidades de unos y agrandar la de los otros. Fijar los males del otro, el odio al adversario y confiar en el predominio de la exaltación partidaria en el momento electoral se considera ya suficientemente seguro. Nada que temer por atropellar a las instituciones. Es curioso, en este país de tanto patriotismo desatado —nacional o de partido—, el único que está perdiendo pie es el patriotismo constitucional, justo aquel que permite que todos los demás puedan convivir.