Las mujeres de derechas son el aliviadero favorito de esos machistas de izquierdas que dicen estar «deconstruyendo su masculinidad tóxica» mientras encadenan a Isabel Díaz Ayuso a las etiquetas más humillantes que son capaces de imaginar para una mujer: loca, perturbada, desequilibrada, fascista, corrupta, ignorante, cateta, nazi.
Uno se pregunta cómo tamaño despojo humano, tan despojo que casi podría ser considerado un hombre, ha sido capaz de aplastar en las urnas a mujeres tan brillantes y carismáticas como Pablo Iglesias y Ángel Gabilondo. Pero quién quiere coherencia intelectual cuando camina por la vida como un pato lacado en ideología.
La novedad es que, de un tiempo a esta parte, ni siquiera Isabel Díaz Ayuso, Inés Arrimadas, Cayetana Álvarez de Toledo o Macarena Olona, dianas favoritas de los salivazos metafóricos y literales de esos matasietes de izquierdas, parecen suficientes para saciar su insondable complejo de inferioridad.
Y de ahí que algunos de los tipos más turbios de los que abrevan en esas aguas hayan añadido a la lista de mujeres de derechas que humillar a algunas de izquierdas, pero que no encajan en la idea de lo que un sultán del progresismo 2.0 espera de su harén de féminas. Es decir, obediencia. ¡A ellos les vas a explicar tú qué debe pensar una mujer!
A estos especímenes se ha sumado Carla Antonelli, otra diputada a la que, como en el caso de José Zaragoza o Pablo Echenique, no se le conoce mayor trabajo que el del señalamiento de los ciudadanos que le pagan el sueldo.
[Troles de Twitter a precio de diputado. Eso es la nueva política. En realidad, la misma vieja política de siempre. Sólo que con redes sociales y hordas de tuiteros respondiendo al reclamo pajarero de su líder desde teclados rebozados en grasaza de Cheetos].
Y ahí andan Ana Iris Simón, Lucía Etxebarría y la colaboradora de EL ESPAÑOL Paula Fraga. Mujeres que defienden ideas tan transgresoras para la izquierda de 2021 como la igualdad de todos los españoles o los vínculos sólidos generados por instituciones sólidas como la familia, la Nación o la comunidad en vez de la desolación vital y el desequilibrio emocional promovidos por Netflix, Amazon, Google, Twitter y el New York Times.
O el fin de esas políticas identitarias que dividen a los seres humanos en cientos de microidentidades imaginarias con el objetivo de que estas acaben generando privilegios feudales reales para quienes le lloren con el suficiente entusiasmo al cacique de turno.
O la anulación de unas leyes trans que dicen que las mujeres no existen y que los hombres son la medida de todas las cosas. Tanto, de hecho, que pueden transformarse en mujer a voluntad y con cuota de minoría a mesa puesta.
Supongo que no revelo ningún secreto inconfesable si digo que, tras la publicación de su libro Feria, le ofrecí a Ana Iris Simón colaborar con EL ESPAÑOL. Intuyo que otros medios liberales y de centroderecha hicieron lo mismo.
Pero ella escogió El País por razones que no conozco, pero puedo imaginar. Fue, por supuesto, la decisión correcta. Algunas obviedades han de ser declamadas desde la guarida del lobo y los golpes de abanico en el pecho que provocan sus artículos en El País no serían los mismos si su altavoz fuera un medio liberal como este. No me extraña, en cualquier caso, que su aterrizaje en El País haya empujado hacia el grifo de lexatines a esas irrelevantes que, a fuerza de artículos sobre el insondable machismo del aire acondicionado, llevan décadas intentando conseguir lo que Ana Iris Simón ha conseguido con un solo libro: respeto intelectual.
Con Lucía Etxebarría, que anda enfrascada en una de las batallas menos agradecidas que existen hoy en España, la de la derogación de las leyes trans, es decir la de la defensa de los derechos realmente amenazados por el machismo, la misoginia y la homofobia, también se han ensañado los de la manada progresista. Lucía debería considerarlo una medalla más. En unos años, sus acosadores serán vistos como los luditas del siglo XXI: es decir, como los reaccionarios que son.
En cuanto a Paula Fraga, ella es de izquierdas y yo no lo soy. Hace unos meses, David Mejía me pidió que la desbloqueara en Twitter [algo habrías hecho, Paula] y aproveché el desbloqueo para pedirle que escribiera un artículo para la sección de Opinión de EL ESPAÑOL acerca de la batalla entre los dos tipos de feminismo que hoy se disputan la titularidad del término: el feminismo clásico y el queer, es decir el de Unidas Podemos, Más País, los lobbies trans y las multinacionales de Silicon Valley.
Con Paula Fraga nunca me voy a poner de acuerdo en asuntos como el porcentaje de impuestos que deberían pagar los españoles, el tamaño del Estado, el mercado de la vivienda o incluso la verdadera condición de la naturaleza humana (intuyo que ella es de Rousseau, salvo cuando le echa un vistazo a sus menciones de Twitter).
Pero coincidimos en uno de los puntos clave de la batalla cultural: el que opone la realidad biológica a las martingalas identitarias de esa barahúnda de colectivos cuyas soberbias empanadas ideológicas están siendo financiadas a precio de diamante Paragon por las administraciones españolas por no se sabe bien qué extraño miedo.
Está siendo educativo, en cualquier caso, ver cómo, desde que inició sus colaboraciones en EL ESPAÑOL, Paula Fraga ha intentado ser silenciada por una buena parte de la izquierda con acusaciones tan mentecatas como la de «escribir en un medio de ultraderecha». Entiendo que si ese tipo de flatulencias intelectuales son esgrimidas contra ella es porque suelen tener su efecto en determinados sectores sociales. Lo que no dice mucho de la madurez mental de esos sectores, pero ese es otro tema.
Desde mi punto de vista (y desde el punto de vista de cualquier adulto que no tenga el cerebro abizcochado por la matraca ideológica), la acusación es propia de analfabetos y sólo hace que te preguntes cuál es el concepto de ultraderecha de estos especímenes. Pero demuestra algo muy interesante. La supuesta ultraderecha publica en sus páginas a la izquierda, mientras que la izquierda no sólo no hace lo propio, sino que intenta asesinar civilmente a aquellos de los suyos que sí lo hacen.
Es ya un tópico sobado, pero la agresividad con que estos siervos del peor capitalismo posible, el que vende bragas midiéndole el tono de piel a la modelo, acosa hoy a aquellos de los suyos que se desmarcan del dogma no es más que una señal de debilidad. A mayor fragilidad de la barbaridad defendida en público, mayores dosis de violencia es necesario aplicar sobre el discrepante para mantener al resto de cobardes de la manada callados y tragando con ruedas de molino.
Visto desde fuera, el comportamiento es casi simiesco y más propio de un documental del National Geographic que de una democracia liberal. Pero oigan, con estos bueyes hay que arar. Paula Fraga, al contrario que tantos y tantos influencers de izquierdas que rellenan a diario docenas de horas de televisión con las mismas melonadas que ya sonaban idiotas en los años 60, ha decidido no obedecer. Y por eso es ella la que escribe en un medio de «ultraderecha» y no los que han intentando aniquilarla socialmente.
A esos jamás les daría cancha yo (ni nadie que conozca) en EL ESPAÑOL. Pero no por izquierdear, sino por justear de la mollera.
Habrá muchos más artículos, si Paula quiere.