FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Cuando Carmen Calvo saltó el miércoles pasado a los medios para tratar de darle aire de normalidad a la anomalía que supone que el Gobierno de una nación establezca una relación bilateral con un ente autonómico como la Generalitat de Cataluña por medio de un relator, figura que Naciones Unidas reserva para países en conflicto o para procesos de descolonización, la vi- cepresidenta adoptó la misma actitud de sorpresa que aquel personaje de época que fue Madame de Sommery. Sorprendida in fraganti por su marido, mientras compartía su lecho nupcial con un amante, esta dama de alta alcurnia y baja cama negó audazmente lo que estaba a ojos vista. Como el desairado cónyuge no frenaba en su cólera, le endilgó con cínico descaro: «¡Ah, bien veo que ya no me amas y crees más lo que ves que lo que yo te digo!».

Por más que braceaba buscando la orilla que la pusiera a salvo, más naufragaba en su propósito, poniéndose en evidencia tanto ella como al presidente en cuyo nombre hablaba por sus concesiones al independentismo, de cuyos votos es rehén desde que asumió ese dogal para ser presidente con tan sólo 84 escaños. Escuchando sus respuestas imposibles a unos periodistas en creciente estado de perplejidad, Calvo refrendaba la apreciación que hacía Talleyrand sobre los políticos.

Aquel Diablo Cojo, gran camaleón que cabalgó desde la Revolución Francesa al congreso de Viena, opinaba que las manifestaciones de éstos debían interpretarse como las contestaciones de las damas galantes de su época, entre ellas la solícita Sommery. Cuando advertían que no, querían decir quizá; cuando aseveraban que quizá, debía entenderse un sí; y cuando pronunciaban un sí, es que no se trataba de verdaderas damas. Nunca debe atenderse tanto a lo que declaran los políticos como a lo que ocultan sus palabras.

Empero, en las capitulaciones de Pedro Sánchez con el separatismo catalán, no se han requerido muchas pesquisas. Ya se ha ido encargando el independentismo de ir levantando las cartas y de dejar en evidencia sus encamadas complicidades. Lo mismo que hizo –por cierto– ETA en sus tratos secretos con Zapatero. Claro que ello no debiera extrañar andando también de por medio en el proceso catalán el bilduetarra Otegi. Al igual que su antecesor, Sánchez ha ido admitiendo los trágalas independentistas, mientras doraba la píldora negando la mayor. No parece apercibirse de que, en política, lo importante no es lo que se es, sino lo que parece. Mucho más cuando la credibilidad de su palabra se devalúa a niveles del depreciado bolívar venezolano.

Al cabo de 40 días de su Rendición de Pedralbes, se divulgaban esta semana las cláusulas secretas del vil sometimiento en 21 puntos vejatorios que le presentó Torra como si el indecoroso supremacista fuera el Petronio del mejor porte democrático. Por medio de una retorcida prosa que pone de manifiesto como la regresión democrática va de la mano del empeoramiento de la gramática, se legitiman las aspiraciones de quienes perpetraron el golpe de Estado en Cataluña y el posterior golpe de mano de la moción de censura contra Rajoy.

Ello obligó a la vicepresidenta a dar la cara por un jefe del Ejecutivo instalado en modo avión y que sólo aterriza en España para mudar el equipaje. Calvo va camino de ser la niña de los palos del presidente, al modo de aquellos infantes que recibían los castigos que los preceptores reales imponían al príncipe durante su periodo de aprendizaje,

Con todo, lo más sorprendente es que, a las 48 horas de admitir su componenda con el separatismo y sin que se hubiera producido ninguna novedad en el trasiego de esas conversaciones secretas, la misma vicepresidenta comparecía al término del Consejo de Ministros para anunciar que el Gobierno se caía del caballo. Cuál conversión de Saulo al cristianismo camino de Damasco, de pronto el Gobierno descubría –¡oh horror!– que los independentistas eran partidarios de la autodeterminación.

Calvo se uniformaba esta vez –se nota que se acercan los carnavales– como el capitán de gendarmes Renault en Casablanca. Cuando el mayor alemán Strasser le ordena clausurar el Café de Rick porque el resistente antinazi Laszlo había inflamado los ánimos patrióticos de los concurrentes entonando La Marsellesa, su propietario (Bogart) le exige una razón y Renault le replica cínicamente: «Es un escándalo: acabo de descubrir que en este local se juega…», mientras su mano atrapa el fajo de billete que le desliza el croupier con arraigada inercia.

¡Pero si Sánchez, caramba, hizo ministra para Cataluña (oficialmente de Política Territorial) a Meritxell Batet, quien votó a favor del derecho a decidir de Cataluña en el Congreso saltándose a la torera la disciplina socialista con Rubalcaba como secretario general! Si Tarradellas, quien sí hizo honor a su título de Molt Honorable President, decía que, en política, lo único que no está permitido es hacer el ridículo, aquí no se sale de él y se enseñorea de la situación.

Adoptada la reconsideración a 48 horas de la manifestación de este mediodía en Madrid Por una España unida. Elecciones ya, auspiciada por PP y Ciudadanos, nada presume que se trate de una rectificación en toda regla, sino una parada técnica –esperar y ver– hasta tanto se calme el clamor social y se sosiegue la indignación interna en el PSOE. Todo ello en consonancia con el manual de actuación de Zapatero. Cuando el grave atentado de ETA de 2006 en el aeropuerto de Barajas, con dos muertos, no rompió con la banda ni viró su política, aunque sus peones de brega mareasen la perdiz a la espera de acontecimientos.

Éste blindó el llamado proceso de paz de las bombas de ETA y no retornó al Pacto Antiterrorista con el PP, sino a las andadas. Como Sánchez, Zapatero no podía prescindir de compañeros de viaje como Izquierda Unida o los independentistas de ERC. Al jugarse el futuro al ciego azar de una sola carta –como diría Faulkner–, con personajes como Sánchez o Zapatero, con sus opiniones tornadizas y sus geometrías variables, todo cobra sensación de una irrevocabilidad que aboca a tener que soportar lo insoportable.

A Sánchez no le inquieta tanto sacar adelante los Presupuestos –«si sale, sale», y bienvenidos esos millones de euros para disponer de munición electoral–, pues puede sostenerse sin ellos hasta que convoque elecciones –el PNV gobernó tres años con las cuentas prorrogadas–, sino garantizarse una alianza postelectoral con esos socios para sostenerse en La Moncloa a cambio de medidas de gracia a los condenados del 1-O, entre otras martingalas.

Sánchez camina por la senda que Zapatero asfaltó con el llamado Pacto de Tinell –de exclusión de Gobierno del PP mediante un cordón sanitario en su derredor– sobre la base de que una celada de esas características con los nacionalistas era la forma más segura de tomar La Moncloa. En caso contrario, el PSOE habría dado por roto el documento suscrito con el independentismo que transgrede de facto la Constitución al establecer con Cataluña una relación bilateral análoga a la que se mantendría con terceros países y al configurar un instrumento predemocrático como esa mesa de partidos con clara suplantación del Parlamento.

En esta cuestión, Sánchez puede defender una cosa y su contraria, atendiéndose a la disociación de Calvo entre el presidente y el candidato. Así, como ya ocurrió con el delito de rebelión aplicable a los golpistas del 1-O, Sánchez defendía en octubre de 2017 que «el Congreso es el perfecto mediador para este tipo de cuestiones». Al modo de la filosofía de vida y de combate de Bruce Lee, el legendario luchador de artes marciales, Sánchez es amorfo y moldeable como el agua, adaptando sus principios a cada recipiente, ya sea una taza, una botella o una tetera, lo que traducido le lleva a pactar con quien menester sea.

Un aventurero como Sánchez, en definitiva, carece de otro horizonte que no sea evitar su desalojo de La Moncloa. Como sea. En pro de ello, no sólo ha adoptado el lenguaje nacionalista, sino que ha abonado el imaginario independentista contribuyendo a que lo virtual sea más creíble que lo real, de igual manera que la falsa moneda desplaza a la de curso legal. Cuando uno adopta el lenguaje del adversario, como Sánchez el nacionalista, renuncia, quizá sin saberlo, a sus principios y, por supuesto, a convencer a sus votantes.

Para recomponer la relación con el independentismo, bastará con cualquier nueva apelación al sacrosanto diálogo. De tan manoseado que está el concepto y de lo fraudulento de su uso por quienes se sirven de él, en vez de servirlo con convencimiento, hay que exclamar: ¡Oh diálogo, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Fue lo que gritó, referido a la libertad, Madame Roland, heroína de la Revolución Francesa, al ser decapitada en la Plaza de la Concordia como el dios Saturno despedazó a sus hijos.

Por eso, el presidente Sánchez, si fuera en serio en su cambio de opinión, en vez de hacer una parada momentánea para aguardar a que pase el aluvión de críticas en la manifestación, iba a necesitar un relator para sí mismo que le ayudara a hacer un relato creíble con el que concurrir a unas elecciones antes de que resulte imposible encontrar diez hombres justos en el PSOE. Como le ocurriera a Abraham aguardando en vano contener la cólera divina y evitar que devastara Sodoma y Gomorra debido a sus muchos y deleznables pecados. «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los arrasarás?», imploraba la clemencia divina. Como el que busca una aguja en el pajar, Abraham dio con uno solo, el cabal de Lot. Ni siquiera le pudo acompañar su mujer, convertida en estatua de sal por volver la vista atrás para contemplar cómo ardía la Sodoma de sus desdichas.

De momento, las quejas de cualificados socialistas parecen haber surtido efecto, en primera instancia, como sobrevino con la advertencia del comité federal de que no sobrepasara unas líneas rojas que luego desbordaría ampliamente para llegar a La Moncloa sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. Dicho lo cual, conviene no engañarse. Estos avisos han resultado más clamorosos cuanto más alejados estaban de los ámbitos de poder.

No es probable que nadie comprometiera su posición por mucho resquemor que albergara. Ya acaeció en 2006 con la aprobación del Estatuto catalán en las Cortes. No dimitió ni el Tato. Ni el ministro coartada Bono ni diputados tan críticos con su articulado como Guerra, Benegas, Leguina o Marugán, actual Defensor del Pueblo, transgredieron la disciplina de voto.

Con todo, lo peor de Sánchez es que no atiende a lo que Marguerite Yourcenar anota en Memorias de Adriano, libro de cabecera de González en sus años de alto mando: «Lo esencial es que el hombre llegado al poder pruebe luego que merecía ejercerlo». No ha paliado su falta de legitimidad de inicio, al haber llegado de matute a La Moncloa con menos escaños que nadie, con una legitimidad de ejercicio que hubiera redimido su pecado original.