En 1940, cuando decidió supeditar su destino al de Alemania declarando la guerra a los aliados, Benito Mussolini declaró que la Italia fascista y la Alemania nazi eran las verdaderas democracias, mientras que Francia y Gran Bretaña eran miserables plutocracias gobernadas por los ricos. En febrero de 2022, Putin viajó a Beijing y presentó con Xi Jinping un comunicado conjunto que exigía para Rusia y China la exclusiva de verdaderas democracias, negada a las decadentes democracias liberales (un mes después, Rusia invadía Ucrania sorprendiendo a la ingenua incredulidad mayoritaria en Europa).
Este 15 de noviembre, Pedro Sánchez ha presumido de tener el único proyecto progresista democrático, negado a “la derecha” calificada de extrema y antidemocrática (discurso resumido aquí por José Alejandro Vara). Basten estos ejemplos para ilustrar la desconfianza que merecen las reclamaciones de autenticidad democrática; podríamos añadir a las citadas la “democracia orgánica” de Franco o las “democracias populares” comunistas caídas en 1989: invariablemente, todas son tiranías o proyectos de tiranía.
La auténtica democracia
En efecto, es excepcional que los portavoces de una democracia liberal genuina reclamen encarnar en persona la verdadera democracia o cosa parecida; en todo caso la representan los jefes de estado o de gobierno en momentos solemnes o críticos. La razón de este decoro es muy simple: la auténtica democracia es pluralista por esencia y por necesidad, así que hay tantas formas de ser demócrata como admitan las reglas constitucionales. Por eso hablamos de izquierda o derecha democrática y cosas parecidas, porque solo son democráticas dentro de los límites constitucionales. Viceversa, el que los rompe y sale fuera deja de serlo.
El caso es que hay estados democráticos y otros que no lo son tanto o nada, pero no hay ni puede haber sujetos de carne y hueso que sean la democracia en sí mismos, como el absolutismo de Luis XIV. Cuando alguien propone, como Pedro Sánchez, que solo es democrático hacer su santa voluntad, autorizada por Él mismo a engañar a sus votantes y comprar votos para gobernar al precio que sea, incluyendo destruir la nación a gobernar, pasa a ser aspirante a la autocracia. Emplea la palabra democracia como atributo de su Persona y como quijada de asno con la que atacar la diferencia y el pluralismo político.
Mentiras mezcladas con tabúes
Su discurso de investidura del 15 de noviembre estaba compuesto al modo de un castillo de naipes donde mentiras desvergonzadas se apoyan en palabras-fetiches -progreso, convivencia, derechos, acuerdo, perdón- en el papel de tabúes fuera de cualquier discusión. Un discurso así es irrebatible no porque esté lleno de razones imbatibles, sino porque no se puede debatir: es un puro monumento a la posverdad, es decir, a la negación posmodernista de cualquier diferencia entre verdad y mentira, hecho y opinión, dato y relato, promesa y traición.
La posibilidad de llegar a un acuerdo con el otro tiene el requisito previo de que se discuta o negocie algo que puede existir, que sea veraz y se puede experimentar, compartir y discutir según la lógica de la recta razón, es decir, con datos comprobables y argumentos discutibles. Nada de eso ha regido nunca los discursos de Sánchez. Como buen tirano, verdad es y será lo que Él diga y cuando lo diga. Como el Humpty Dumpty de Alicia, su divisa es que las palabras significan lo que él dice que significan, ni más ni menos.
La ventaja despótica de esta clase de discurso es que derrota a quien pretenda discutirlo con sentido constructivo, porque es imposible. Pero la moral pública de la democracia insiste en que es imperativo debatir con los rivales, buscar consensos y cerrar acuerdos. Sin embargo, la regla es inútil ante la absoluta falta de compromiso con la veracidad y, en general, pérdida total del valor de la palabra. La ética de la acción comunicativa que Habermas ve indispensable para llegar a una democracia deliberativa, libre e igualitaria y basada en razones es, y sin duda siempre será, insuficiente (por mucho que la realidad humana le duela al filósofo alemán), pero deviene completamente imposible cuando falta cualquier otra regla que no sea la satisfacción de la ambición de poder megalómana de Sánchez, que habría sorprendido al propio Nietzsche del culto a la voluntad de poderío.
Ni siquiera es imprescindible usar la violencia ni prohibir partidos de oposición, pues basta con que ésta quede anulada para que el resultado electoral quede prescrito de antemano
Toda la estrategia de Sánchez tiene un único objetivo, heredero del Largo Caballero en 1933 y anunciado con pleno descaro por su exvicepresidente Pablo Iglesias al pobre García Egea hace unos años: aislar al PP y hacer lo posible para hacer imposible un gobierno distinto al suyo, la coalición socialista-comunista-separatista. O sea, que nunca jamás vuelva a gobernar “la derecha”. A tal fin se colonizan o neutralizan instituciones públicas y privadas, se compran voluntades y se destruyen reputaciones, se asaltan conventos y se reparan virgos, lo que haga falta. Ni siquiera es imprescindible usar la violencia ni prohibir partidos de oposición, pues basta con que ésta quede anulada para que el resultado electoral quede prescrito de antemano, como en la Venezuela de Chaves y aún antes en el México del PRI eterno.
Es un autogolpe de estado a cámara lenta. La gran virtud política (en el sentido de Maquiavelo) de esta estrategia es que explota la incredulidad del adversario en beneficio propio: como los personajes de Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, la sociedad civil no puede creer que esto le esté pasando. Así, una asociación de jueces más bien devota de la izquierda reaccionaria, Juezas y jueces para la democracia, ha tenido que atisbar por sí misma la evidencia del ataque demoledor al poder judicial y, sobre todo, la amenaza siniestra del lawfare (juicios políticos a jueces acusados de hacer juicios políticos) para decidir unirse a las otras asociaciones judiciales en la denuncia del peligro de asesinato ejecutivo del poder judicial. Y ahí tenemos a las empresas del Ibex, que parecen creer coherente reclamar seguridad jurídica para ellos desentendiéndose del estado de derecho, que exige oposición activa al golpe.
Sánchez ha puesto en marcha un proceso de los que se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo acaban; rara vez como se pretendía. Tratar de discutir los discursos de Sánchez es una empresa perdida que conduce a la melancolía. Hay que deliberar, sí, pero sobre la manera de expulsar a los golpistas de las instituciones y pasar a la reconstrucción de la democracia con todo lo aprendido estos infaustos años de sanchismo. Y para eso, es imprescindible un lenguaje realista.