Iñaki Ezkerra-El Correo

  • La legislatura se promete caliente como ninguna otra de la democracia

En la macabra ceremonia que ha oficiado en el Congreso de los Diputados y de la que ha salido investido presidente, Sánchez ha vuelto a atribuirse el mérito de una pacificación catalana que han desmentido los propios secesionistas (ahí está el discurso rebosante de amenazas de Míriam Nogueras) así como los propios hechos. En vez de arreglar la tensión que asola a la sociedad catalana, lo que ha conseguido este hombre con no pocos méritos es extenderla a toda España. En vez de acabar de aplacar un independentismo que se hallaba en horas bajas y en medio de una vía muerta, lo que ha logrado es darle aire y proporcionarle unas expectativas que no habría soñado en su vida. Y todo eso ha ocurrido antes de empezar; antes de esa sesión parlamentaria que concluía ayer como una consagración socialista a la neolengua orwelliana; antes del inicio de una legislatura que se promete caliente como ninguna otra de la democracia.

La solución a ese programa de humillación a la nación española, de expolio económico a la ciudadanía y de despiece del Estado democrático de Derecho, que contempla el acuerdo firmado por el PSOE y Junts el pasado día 9, no está lógicamente en la resignación ni en la desmovilización sociales que ha propuesto Urkulllu en una declaración institucional que no se detenía a distinguir entre las concentraciones cívicas y las actuaciones vandálicas. Urkullu hablaba como si no fuera parte interesada en ese acuerdo anticonstitucional que ha suscrito al apoyar la investidura de Sánchez. Como si no tuviera ninguna responsabilidad en ese plan de desmontar el régimen del 78; en ese Lizarra a escala nacional en el que Sánchez nos quiere embarcar y que es tanto o más peligroso que el que montó su propio partido hace un cuarto de siglo. Como si su partido no hubiera roto nunca un plato; no hubiera salido nunca a la calle y no tuviera un fundador que era una máquina de odio. Urkullu ha dicho en esa llamada a la paz social que «la democracia es demasiado frágil como para jugar con ella». Como si él mismo no estuviera jugando con la democracia al apoyar a Sánchez, al suscribir su programa antidemocrático y al dar por válido el chantaje chulesco de Puigdemont.

Pero volvamos al investido. Si todo su disparate se justifica por la necesidad de impedir que la extrema derecha acceda al poder, lo que uno no entiende es por qué no aplica a esta la misma lógica de pacificación monetaria que quiere aplicar a las huestes de Puigdemont. Yo creo que, de todas esas macrocifras que baraja, bastaría con que les diera mil millones (¿qué son mil milloncejos de nuestros bolsillos?) a ese partido que él identifica con el terror. No tengo duda de que, conociendo a sus dirigentes, desaparecía del mapa político en un pispás.