Ferran Caballero-El Español
Aveces pasa que la desfachatez de Sánchez, su impúdica inmodestia, se muestra como el exhibicionismo propio del adolescente que trata de ocultar una profunda inseguridad en el futuro y su lugar en él.
Aunque raro, por lo exagerado del caso, es un sentimiento muy normal y hasta comprensible a ciertas edades y en ciertos cargos. Y es importante que poco a poco se vaya encontrando, si no la virtud, si no la modestia y el buen juicio, sí al menos la seguridad y el temple que nos permite, poco a poco, ir dejando de parecer una ridícula caricatura llena de granos para empezar a parecernos al viejo elegante que querríamos ser.
Es normal que Sánchez tenga sus dudas e inseguridades sobre el futuro de su cargo y el valor de su obra y de su legado. Y es normal, por esa guapérrima incontinencia que lo caracteriza y que tanto incentiva nuestra efebocracia, que sea incapaz de disimularlas. Pero si de algo debería estar seguro cualquier presidente, hasta el punto de poder llevarlo en silencio, es de que tiene un lugar reservado en la historia.
Lo que no se sabe nunca es ni cómo ni cuándo ni ciento volando ni ayer ni mañana. Y es normal que se lo pregunte (incluso retóricamente, quien no sabría hacerlo de otro modo) porque en eso se lo juega todo.
Esta angustia es la íntima miseria del poderoso moderno y es normal que también a nuestro Pedro le asalte sin remedio ni disimulo. Como normal es que toda ilusión nos parezca a nosotros, tristes y derrotados espectadores de sus miserias, como un falso y ridículo consuelo.
Es posible que sus seguidores conserven el poder de escribir la crónica de nuestros tiempos y que lo encumbren, con el tiempo, como Pedro I el exhumador. Es posible, digo, porque yo tampoco tengo ni idea de cómo pasará Sánchez a la historia. Porque me fío tan poco de su juicio como del mío.
Por eso fallan siempre estas pretensiones orwellianas de ir editando el pasado para asegurarse de pasar a la historia limpio y sin tachones como se pretende ahora con estas particulares ediciones de los insultos que se permiten en el hemiciclo o se publican en el diario de sesiones.
Los pulcros de hoy corren el gravísimo peligro de que en un futuro no muy lejano los cronistas consideren que llamarle a alguien fascista sea mucho peor o mucho más ridículo que llamarle a alguien filoetarra. Y que sean ellos mismos, por lo tanto, quienes pasen a la historia como los de la polarización y la violencia política. Que sea precisamente su celo de editor, su transparente y vergonzante pretensión de explicarle a la historia cómo debería recordarles, lo que acabe blanqueando a la derechona y ensombreciendo su legado.
Es muy propio y muy normal, decía, que el progresista se preocupe muy mucho de quedar bien con el futuro. Pero deberían andarse con cuidado. Porque si algo tiene el futuro es que es muy suyo y muy poco nuestro. Quizás les convenga, pues, ser un poco más modestos para aceptar como adultos que el futuro no siempre les dará la razón y un poco más orgullosos para entender que, muy probablemente, también la historia se equivocará cuando los juzgue.
Lo que viene siendo madurar, supongo.