Ignacio Camacho-ABC
- Con sus mentiras y trampas, Sánchez ha hecho realidad el cuento de Pedro y el lobo: ya no es creíble aunque le asista la razón en determinadas circunstancias. Ahora ha esperado a que la situación se vuelva insostenible para aparecer como deus ex machina con una intervención de última instancia
El estado de alarma es una previsión constitucional para crisis graves que, como cualquier instrumento, por sí mismo no resulta malo ni bueno. Lo que lo ha convertido en un tabú político es el abuso manifiesto de su aplicación que durante la primavera cometió el Gobierno al utilizarlo para anular la transparencia, ningunear al Parlamento y amparar caprichos como el de colocar a Pablo Iglesias en el comité de los servicios secretos. Esa borrachera de arbitrariedad, que llegó a extremos pintorescos, irritó a una población sometida a un largo encierro en el que se le habían confiscado sus derechos, y que sintió como un lógico agravio que las razones de fuerza mayor sirvieran de pretexto a una exhibición de poder sin barreras ni contrapesos. Sánchez dejó así estigmatizada una herramienta de excepción perfectamente válida, y al darse cuenta de su coste electoral se desentendió y aprovechó la «desescalada» para largarse a la playa e inventarse una abstracta «cogobernanza» que en la práctica significaba dejar el control de la pandemia a unas autonomías desprovistas de las competencias necesarias.
El problema de este presidente es que con sus mentiras y trampas ha hecho realidad el cuento de Pedro y el lobo, de tal modo que la opinión pública desconfía de él haga lo que haga. Ya no es creíble aunque le asista la razón en determinadas circunstancias, razón que además él mismo se encarga de embarrar con su obsesión superficial por el «relato» y la propaganda. Se ha pasado varios meses silbando mientras el virus volvía a desperdigarse por toda España y sólo forzó en Madrid, para torcerle el brazo a Díaz Ayuso, el golpe de autoridad que no se atrevió a dar en Aragón o Navarra. Metió en un cajón la reforma de la ley orgánica de sanidad que Calvo le ofrecía -y que el PP le reclamaba- como cobertura de medidas drásticas, y ha esperado a que la situación se haga insostenible para aparecer como deus ex machina que viene a salvar a una nación incapaz de apañarse sin su providencial intervención de última instancia. Sin perdonar, eso sí, la ocasión extraordinaria de hacerse antes una foto con el Papa.
Objetivamente, sin embargo, y por culpa de esa dejadez voluntaria no hay forma ahora mismo de encajar el llamado toque de queda sin recurrir al marco constitucional de los estados de alarma, excepción y sitio. Todo lo demás es cháchara y voluntarismo. Las comunidades no pueden restringir el ejercicio de libertades fundamentales sin arriesgarse a que los tribunales les nieguen respaldo jurídico. Y es obvio que el problema ha llegado a un punto en que se necesitan mandatos operativos para limitar la movilidad antes de que colapsen unos servicios sanitarios en serio peligro de alcanzar de nuevo su nivel crítico. El juego perverso de un Sánchez escocido por sus fracasos ha desembocado en un vaticinio autocumplido: la cogobernanza no era más que un desgobierno intencionadamente maquinado para avalar la estrategia de redentorismo que culminará hoy en la inevitable (?) decisión ejecutiva del Consejo de Ministros.
Recuperará así la iniciativa perdida en una moción de censura que no acabó como preveían sus cálculos. La embestida de Casado contra Vox desbarató el plan de la dialéctica de bandos, y si hay algo que el narcisismo de Su Persona no soporta bien es que le roben el primer plano. Ahora está de nuevo en el eje político y mediático, con la expectación nacional acaparada y las manos colocadas sobre el cuadro de mandos. Ha lanzado por delante a los barones territoriales de su partido para que le faciliten el trabajo, y a Illa y Simón para que le diseñen a medida un «semáforo» de alertas con el que organizar el tráfico. También se ha asegurado el apoyo de los separatistas catalanes y del nacionalismo vasco por si el PP decide no subirse al carro. Probablemente vuelva a llegar tarde, pero ha preparado la coartada: son las autonomías las que en teoría reclaman un marco que supere la limitación de sus propias ordenanzas. Y la autorización es revocable por el Gabinete si entiende que las resoluciones adoptadas quedan fuera de sus pautas.
La pandemia ha quedado fuera de control en casi todas las naciones europeas, que antes de retornar al confinamiento masivo prefieren recurrir al toque de queda como receta intermedia. Pero al negarse a clarificar el statu quo y dejar que en España se produjese un enredo de competencias, el presidente ha conducido la cuestión a uno de esos falsos debates banderizos de los que siempre espera sacar alguna renta. Ha conseguido hacer del estado de alarma una especie de brecha ideológica entre la derecha y la izquierda, de manera que más que un mecanismo legal parezca el enésimo motivo de distorsión de la convivencia. Es un alquimista de la discordia, que todo lo que toca lo convierte en controversia.
Le ayuda en ese empeño la indeterminación del PP, dividido por diferencias internas de criterio. Ayuso está claramente en contra, crecida como líder de la resistencia en el bastión madrileño. Moreno y Mañueco son proclives a un acuerdo para hacer frente a sus responsabilidades, y Feijóo se hace el gallego. El dilema lo ha de resolver Casado, que tras su enérgico embate contra Abascal sopesa los inconvenientes de una sobredosis de consenso. La solución sería fácil si escuchase a los médicos, pero la atmósfera política está cargada de veneno y el electorado conservador arde de ira por dentro, proclive a interpretar cualquier concesión, por razonable que sea, como vasallaje o sometimiento. Exactamente igual que Sánchez, por supuesto.
Todo lo que tiene que ver con el Covid está viciado desde marzo. Primero por la reacción tardía, luego por la improvisación autoritaria, después por los engaños y finalmente por el incomprensible absentismo del verano. El Ejecutivo perdió la credibilidad en un pantano de excusas y argumentos falsos y ahora que el lobo de la enfermedad vuelve a asomarse aullando carece de la confianza de los ciudadanos. El gran lastre del sanchismo, el factor que va a amenazar todo el mandato, es el ventajismo sectario que lo incapacita para articular políticas de Estado. Quizá a él le produzca réditos inmediatos pero los españoles lo vamos a pagar muy caro.