JUAN MANUEL DE PRADA – ABC
· Mientras siga rigiendo la ley fundada en la voluntad, la independencia de Cataluña será inevitable.
Nos lo advirtió Cicerón hace dos mil años, en su tratado De legibus: «Si por los sufragios u ordenanzas de la multitud fueran constituidos los derechos, habría un derecho al latrocinio o un derecho al adulterio. Pues, si tan grande potestad tiene la voluntad o la opinión de los necios, como para que por sus sufragios sea subvertida la naturaleza de las cosas, ¿por qué no habrían de decidir que lo malo y pernicioso es bueno y saludable? Sólo por la naturaleza de las cosas podemos distinguir la ley buena de la mala. Y pensar que todo se funda en la voluntad o la opinión y no en la naturaleza es propio de un demente». Dos mil años después, la ley demente que se funda en la voluntad o la opinión ha sustituido por completo la ley fundada en la naturaleza de las cosas. De este modo, no sólo existe un derecho al latrocinio o un derecho al adulterio, sino en general un «derecho a decidir», aunque lo que se decida sea malo y pernicioso.
Esta hegemonía de la ley fundada en la opinión y no en la naturaleza de las cosas (voluntarismo puro y duro) ampara los derechos más desligados de la naturaleza, como el derecho a cambiar de sexo. Por eso resulta grotesco que, en una época en que no hay formación política que no defienda con entusiasmo el «derecho a decidir» cambiarse de sexo se pretenda en cambio negar el «derecho a decidir» cambiarse de nacionalidad. Y resulta todavía más grotesco que haya gente tan ingenua como para creer que quienes defienden el derecho a cambiar de sexo vayan a ser los paladines de la unidad de España.
El cambio de sexo y la independencia de Cataluña son expresiones de un mismo concepto voluntarista de derecho, según el cual la opinión puede subvertir la naturaleza de las cosas; con la única diferencia de que, mientras quien se cambia de sexo niega una realidad biológica, los independentistas catalanes sólo niegan una realidad histórica en la que, sin embargo, no faltan lazos biológicos.
Mientras siga rigiendo la ley fundada en la voluntad, la independencia de Cataluña será inevitable. Y pretender alzar contra ella otros obstáculos voluntaristas (como que la soberanía nacional es indivisible, por ejemplo) acabará siendo insostenible (como lo sería que se alzaran obstáculos para que quien desea cambiarse de sexo necesitara el consentimiento de su familia). Sólo cuando la ley vuelva a fundarse en la naturaleza de las cosas Cataluña volverá a ser parte gustosa y no forzada de España.
Entonces ya no habrá una democracia adanista que endiose a la generación presente (esa «reducida y arrogante oligarquía que, por casualidad, pisa hoy la tierra», en palabras de Chesterton), haciéndola creer que su opinión puede desbaratar el esfuerzo de cien generaciones precedentes. Entonces habrá lo que Chesterton llamaba una «democracia de los muertos», en la que todos los españoles llegarán fácilmente a la conclusión de que la generación presente no tiene derecho a derribar de una patada lo que las generaciones precedentes erigieron con infinito esfuerzo. Entonces todos los españoles descubrirán en ese esfuerzo conjunto mucho amor, mucho sacrificio, muchas lágrimas vertidas, mucha sangre derramada, mucha esperanza magullada y finalmente victoriosa. Entonces todos los españoles podrán mirar con perspectiva la naturaleza de las cosas y descubrir que sus antepasados labraron juntos tierras, fundieron juntos metales, compartieron juntos dolores y alegrías. Y descubrirán también que todos esos desvelos y anhelos compartidos valen mucho más que el capricho de una generación adanista.
Si esto no ocurre, Cataluña se independizará, más pronto que tarde. Y si lo hace más tarde que pronto será a costa de envenenarse de odio.