ABC-IGNACIO CAMACHO
El separatismo está perdiendo el juicio. En sentido literal y figurativo. En el procesal, el social y el político
EL Gobierno de la Generalitat, representante del Estado en Cataluña, promovió ayer una «huelga de país» contra el Estado mismo. He ahí un más que adecuado supuesto de convicción para quienes dudan de que existan motivos que justifiquen la invocación del artículo 155, cuya redacción habla de deberes incumplidos y de actuaciones contra el interés general, no de la existencia previa y flagrante de un delito. El sabotaje contra su propia sociedad y contra la normalidad de las instituciones es una rutina cotidiana del separatismo ante la indiferencia o el encogimiento de un poder central contemplativo. Éste es el aspecto más chocante del conflicto: que la parte más fuerte, la que dispone de instrumentos de sobra para defender el orden legítimo, se niegue por sistema –ahora, antes y siempre– a comparecer en el desafío. Es una pena que la Constitución no establezca ningún mecanismo específico contra la dejación de funciones de los gobernantes que rehúsan ejercer sus compromisos y dejan su responsabilidad en el limbo.
La huelga fracasó sola, por cierto; un pinchazo más de ese soberanismo embebido en la autocontemplación de sus mitos. Los convocantes han perdido la perspectiva igual que han perdido el juicio, en el sentido metafórico y en el estricto. En el figurado porque, además del obvio desvarío colectivo, la vista oral del procés sólo suscita entre los catalanes, que supuestamente iban a reventar de ira, una mezcla de frustración y hastío. Y en el literal porque hasta los acusados saben que no podrán eludir su destino. No van más que dos semanas y ya están divididos entre los pragmáticos que tratan de eludir culpas alegando ignorancia u olvido y los doctrinarios que se aferran a una coartada de falso idealismo para presentarse ante la posteridad como mártires políticos. Pero la respuesta social, lejos de la esperada rebeldía civil, es de un tedio mortal cuando no de un desdén cansino. Ni se paran las fábricas, ni cierran los comercios, ni se colapsan los servicios; sólo los altercados vandálicos y más o menos consentidos de los CDR provocan a los ciudadanos un estéril fastidio. Y los únicos cierres significativos son los de oficinas públicas y colegios bloqueados por quienes tienen el deber de abrirlos.
En este panorama no deja de sorprender la deferencia que la vida institucional continúa concediendo a un independentismo extraviado en su laberinto. Cualquier Estado con cierta conciencia de su autoridad zanjaría el problema sin necesidad de grandes ejercicios coercitivos. En España, sin embargo, todo gira en torno a un designio artificial, un empeño espurio, trucado y postizo que hasta para sus adeptos resulta ya aburrido. Sólo la aritmética electoral y parlamentaria puede volver medio comprensible este recurrente solipsismo. Sí, es lo que parece: hay un Gobierno que necesita mostrarse indulgente para seguir políticamente vivo.