José Luis Zubizarreta-El Correo
Los vetos, las líneas rojas y los cordones sanitarios han entretejido tal laberinto, que la política no puede adentrarse en él sin riesgo de quedar empantanada
Las elecciones del 28-A no han dado propiamente un ‘Parlamento colgado’, pero sí un Congreso con ciertas peculiaridades difíciles de gestionar. No me refiero a la fragmentación de la representación parlamentaria y a la complejidad de cohonestar la enorme variedad de sus piezas para conformar un Gobierno estable. Eso es algo normal en todo sistema parlamentario no bipartidista. Las peculiaridades de nuestro Parlamento consisten, más que en la cantidad, en la calidad de los partidos en cuanto a su relación con el marco constitucional en que desarrollan su actividad.
De entre esas particularidades no es la más importante, aunque resulte quizá la de mayor impacto, la suspensión de varios diputados por motivos de orden penal. No afecta ésta, en efecto, al cómputo de la mayoría absoluta, que sigue determinada por los 350 escaños que integran el Congreso, ni modifica, una vez que se haya superado la investidura, la relación de mayorías cuando aquella no sea precisa. No perturba, en suma, la praxis parlamentaria. Otras hay, sin embargo, que sí condicionan, y de modo muy incómodo, el desarrollo de la labor del Parlamento.
Como ha podido constatarse, el Congreso está hoy cruzado por una multitud de líneas rojas y cordones sanitarios que dificultan una deambulación expedita. Se ha construido una especie de laberinto entre vetos y exclusiones que reclama de un hilo de Ariadna para internarse en él sin temor a ser embestido por el minotauro. Algunas de esas líneas han sido trazadas voluntaria y hasta arbitrariamente por los partidos. Otras tienen motivos basados en la realidad de los hechos. De éstas, tres son las más notables. Una es de orden constitucional, como sucede con los partidos declarada y activamente secesionistas, que han hecho del desbordamiento de la Carta Magna el objetivo único de su actividad. Otra se refiere al lastre de una trayectoria oscura y no del todo redimida y afecta a fuerzas que, como EH Bildu, acogen en su seno a un partido que, aun cuando haya reprobado la violencia en sus Estatutos, aún no ha saldado cuentas con su pasado de connivencia o activa colaboración con ella. Y están, por fin, los que, como Vox y, para algunos, también Podemos, cargan con la sospecha de mantener una relación al menos ambigua con el sistema democrático. Por no citar los vetos que algunos ponen incluso al nacionalismo del PNV.
La tolerancia constitucional ha permitido que esas fuerzas participen del juego institucional en igualdad de condiciones. Sin embargo, ellas mismas han dejado claro, al prometer la Constitución, que su relación con ésta es conflictiva. El estúpidamente redundante recurso a la fórmula del «imperativo legal», actualmente ampliada con las más pintorescas versiones, da expresa y deliberada prueba de ello. A partir de ahí, los vetos cobran sentido. Pero, al no estar avalados por la legalidad, la discrecionalidad campa también a sus anchas. Cada uno se siente legitimado a trazar las líneas rojas donde le conviene trazarlas. Quién debe ser vetado, por qué motivo, en qué asuntos y con cuánta extensión -colaboración activa, abstención pasiva o mera conversación- compete al arbitrio de cada cual. Se ha entretejido así el citado laberinto de líneas entrecruzadas que, por su notable arbitrariedad, hace aún más compleja la gestión de la fragmentación que la política vive y dificulta la relación parlamentaria e institucional. En metáfora futbolística, el campo de juego se ha achicado y crece además el riesgo de incurrir en alineaciones indebidas. Al poder ser acusados todos de todo, porque de todos dependen ya todos, nadie queda libre de verse paralizado en sus relaciones y aterrado por el uso demagógico que de ellas pueda hacer el adversario. Se introduce en el sistema un factor de inseguridad que envenena el ejercicio de la política.
Se trata de un problema insoluble a corto plazo por los métodos tradicionales. Dada la actitud tolerante -‘no militante’- de la Constitución, el consenso entre partidos sobre cómo afrontarlo resulta, en este ambiente de extrema polarización, impensable. Los vetos son tabúes que nadie se atreve a tocar. Ni se ve tampoco en el panorama el líder que ose poner su suerte, con honradez ética y coherencia política, en manos de una ciudadanía que lo comprenda y lo apruebe. En cierto sentido, es lo que ha hecho Valls. Pero caben también otros modos. Y, si no se da con el más adecuado, la política acabará empantanada. Lleva camino de ello.