¿Pero dónde están las pruebas?

LIBERTAD DIGITAL 17/07/13
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ

Qué esperpento no habría compuesto don Ramón María con este asunto del tesorero mangui. El ciego Durán, un Max Estrella transmutado en Latino de Hispalis, buscavidas multimedia que no chanelará los siete dialectos del griego pero que sabe latín, diciéndose embajador plenipotenciario de La Moncloa en Soto del Real. Los don Filiberto de la canallesca perorando muy circunspectos que el Estado habría recurrido a los servicios de un tertuliano de El gato para coaccionar a un recluso. Un garabato en una cartulina reconvertido en el cohecho más barato de la historia (contratas de cien millones a cambio de una propinilla del 0,2%) a cargo del comisionista más tonto del universo.
La reencarnación posmoderna de la Monja de las Llagas, Teresa Forcadas, una Sor Tronada recién salida de la Corte de los Milagros, armando bullangas en las calles de Barcelona para promover un proceso constituyente a cuenta del caso. Una moción de censura más falsa que los duros sevillanos (y que los eres de la Junta). Y el parné. Siempre el parné. Los billetes de quinientos, ora rebosantes en la caja de los Montecristo, ora constreñidos en un sobre marrón. Solo faltan Pica Lagartos, Zaratustra y el loro gritando ¡Viva España! Y de fondo, el humo mediático de pajas. Todos esos «cientos de elementos probatorios», El Mundo dixit, que nada prueban salvo la obsesiva fijación grafómana del escriba Bárcenas.
Recuérdese, si no, el abecé del Derecho Procesal. De las tres condiciones que la Ley exige para admitir la antigüedad de un documento, el surtido de tarjetones apelmazados del presunto no satisface ninguna. Ni constan en escritura pública, ni fueron incorporados en su momento a un expediente oficial, ni su autor ha pasado a mejor vida. En consecuencia, jamás podría adquirir la condición de prueba ante tribunal alguno. Desde el punto de vista legal, ese baúl papirográfico de la Piquer no existe. Únicamente es carnaza periodística apenas apta para incendiar los quioscos en la canícula. He ahí la diferencia entre un Estado de Derecho y el confesionario de Gran Hermano: en el primero hacen falta pruebas para juzgar, encausar y condenar a la gente. Y, de momento, lo único que tenemos es la palabra de un presidiario frente a la del presidente del Gobierno de España. No hay toro.