José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Los hechos constatables de la historia desmienten la incuestionabilidad del axioma de que las instituciones y las personas llevan, cada una, vida independiente

Distinguir entre instituciones y personas es ya un recurso rutinario que ha entrado a formar parte del lenguaje políticamente correcto. Cada vez que se produce un caso de inadecuada conducta por parte de un representante público se acude a él para salvar la embarazosa situación, cargando culpas sobre la persona y descargando de ellas a la institución. Tan aparente es su veracidad, que se ha hecho axioma incuestionable de universal aceptación. Y, a decir verdad, algo hay de ello. Muchos son los casos en que la institución ha permanecido incólume pese a la caída de las personas que la hubieren representado. De hecho, es esta desigual suerte que corren con frecuencia unas y otras lo que otorga a la distinción apariencia de principio indiscutible. A él han acudido recientemente tanto quienes se han puesto de lado de la institución monárquica tras las dudosas andanzas de Juan Carlos I como los que, en el Partido Popular, han pretendido zafarse de dar explicaciones por sus presuntas irregularidades.

La cosa no es, sin embargo, tan sencilla. Incluso el Código Penal, en su reforma de 2010, reforzada en 2012, se atrevió a dar el paso, para perplejidad de muchos dogmáticos y en contra del principio asumido de que ‘las sociedades no delinquen’, de declarar penalmente responsables, bajo determinadas circunstancias, a las personas jurídicas, incluidos los partidos, de los delitos cometidos por sus representantes. Rajoy será quien mejor recuerde los efectos de tal atrevimiento. Sirva sólo esta incursión en el terreno del Derecho para evidenciar que las instituciones, lejos de mantenerse inmunes a la conducta de las personas que las representan, pueden, en ciertas condiciones, compartir con ellas destino incluso en el ámbito de lo penal. Pero hablemos de política.

Y en ésta, que brega con la realidad, son los hechos, y no los dogmas, los que nos guían. El ejemplo antonomástico de contaminación entre personas e instituciones es, sin duda, el proceso judicial de ‘mani pulite’ que, en la década de los 90 del pasado siglo, acabó con el sistema italiano de partidos a raíz del descubrimiento del fenómeno de corrupción política generalizada llamado ‘tangentopoli’. Se condenaron personas, pero cayeron, sobre todo, instituciones. El efecto corrosivo que sobre sus respectivos partidos ejercieron las personas que los gestionaban es la prueba más elocuente de la interdependencia entre ambos, desmintiendo así la incuestionabilidad del axioma.

No hace falta, con todo, salirse de las propias fronteras para constatar, aunque, de momento, con menor virulencia, el efecto contagio que las personas ejercen sobre las instituciones que representan. Si no el derrumbe total del sistema italiano, aquí también hemos podido observar la corrosión que han sufrido algunos partidos, menos, quizá, por los errores políticos que sus líderes han cometido que por la dudosa conducta que han exhibido. En concreto, el desgaste del bipartidismo que se mantuvo vigente en nuestro país durante tres décadas trae tanta causa de la conducta como de los errores. Fue primero el PSOE el que, tras sus múltiples y variopintos casos de corrupción que afloraron -también, y no quizá por casualidad- en la década de los 90 del siglo pasado, comenzó a sufrir una caída de la que, salvo un repunte ocasional, aún no ha sido capaz de levantarse. La que más recientemente le ha sobrevenido al PP por idénticas causas tampoco tiene visos de detenerse, sino que rueda pendiente abajo sin que se vislumbre siquiera el fondo del abismo. Y, para completar la escena, resulta obligado mencionar el caso de la CDC, eje que fuera de la estabilidad política catalana, autodestruida por la corrupción de sus dirigentes y causante principal del desprestigio institucional que hoy padece su país.

Juzgada, pues, por los hechos, la distinción entre instituciones y personas resulta ser más placebo que antídoto para contrarrestar los efectos tóxicos de la inadecuada conducta de los dirigentes. La política, que es el terreno en el que nos movemos, vive de la percepción de la ciudadanía, y ésta juzga a las instituciones, no por lo que en sí son, sino por el uso o abuso que de ellas hacen quienes las gestionan. La Justicia son los jueces, como la política, los políticos y, si me apuran, la democracia, los demócratas. Son las personas las que inspiran confianza o desconfianza en las instituciones, y de aquellas depende su mantenimiento o su caída. Sin las personas, las instituciones son bienes mostrencos a disposición de politólogos, historiadores o, en el peor de los casos, arqueólogos. Lección que han de aprender los partidos y, por haberla citado al inicio, la monarquía, cuya especificidad dejamos para tratamiento más detenido en otra ocasión.