Miquel Escudero-El Correo
Tratar a los demás como personas valiosas es la clave principal de la convivencia y la alegría. Se dirá que unas lo son más que otras, pero esto es cierto en según qué cosas y en otras no. En todo caso, es una disposición inmejorable para el progreso personal y social. ¿Cómo trata el profesor a sus estudiantes, el médico a sus pacientes, el periodista a sus lectores, el jefe a sus subordinados? El sincero respeto y la simpática comprensión abren la puerta a lo mejor de quienes nos rodean y de nosotros mismos. El engreimiento y la fatuidad la cierran.
Entre los pueblos pasa igual. Algunos tienen una imagen excesivamente elevada de ellos y, de forma narcisista, tratan con desdén a los demás, otros tienen una autoestima muy baja y viven sin iniciativa; habría que recordarles unas palabras de Sancho Panza: «Que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo».
Hay países con una composición humana heterogénea. Así, Líbano, con maronitas, drusos, suníes, chiíes, griegos ortodoxos y católicos, armenios, sirios, judíos, alauíes e ismailíes; unos llevaban tiempo inmemorial, otros solo decenios y a ninguno se le consideraba ajeno, ha dicho Amin Maalouf. Tras ser reconocido como Estado independiente en 1943, Líbano adoptó un sistema político peculiar, con cuotas rígidas: presidente, maronita; primer ministro, suní; presidente del Parlamento, chií.
Contra lo que se pretendía, este sistema resultó fatal para el buen funcionamiento del país. Sus habitantes estaban clasificados al margen de su valía personal, carentes del carácter de ciudadanos libres e iguales.