Pesadilla a bordo

JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Vuelve a estar ahí. Sánchez. Se gira con esa seguridad de los pilotos. En mi subconsciente, la coincidencia del apellido, que tampoco es tan rara, su afición al vuelo y su cargo lo han hecho piloto
Vuelo Madrid-Bruselas. Llevamos casi una hora dentro del avión detenido en la pista. La temperatura es perfecta y he pillado la fila de la puerta de emergencia, así que voy cómodo, no como el resto. Una mujer protesta: «¡Parecemos sardinas!». Echo un vistazo y, en efecto, parecen sardinas enlatadas, esas tan prietas que caen como una sola masa compacta y plateada cuando abres la lata y la agitas boca abajo. Lo siento por Rosa Díez, a quien le ha tocado precisamente esa fila. Su delgadez puede ayudarla.
Me vence la modorra. Estoy entre el sueño y la vigilia, más escorado al primero, cuando oigo por los altavoces algo del «comandante Sánchez». Y entonces lo veo: es Sánchez con el uniforme de Iberia y las gafas de sol características de cuando imitaba a JFK. Doy por hecho que el que toquetea los mandos a su lado es el ministro de Exteriores. Miro a ver si el ministro va de pie sobre el asiento, pero no. Pienso: saben que Rosa y yo vamos a contar la verdad sobre la amnistía a Bruselas y nos quieren castigar. Creo oír a Albares: «¡Acusicas!»
El duermevela mezcla inopinadamente la lógica aristotélica de vigilia con una lógica onírica que Freud quiso descifrar con pretensiones científicas. El padre del psicoanálisis no podría hacer nada con esta pesadilla, cuyos aspectos más delirantes responden estrictamente a estímulos físicos, como oír el nombre Sánchez, o casi despertarme con el codazo involuntario del vecino. Vuelve a estar ahí. Sánchez. Se gira con esa seguridad de los pilotos. En mi subconsciente, la coincidencia del apellido, que tampoco es tan rara, su afición al vuelo y su cargo lo han hecho piloto.
Uno de esos orgullosos de su profesión, sonriente, erguido como el gallo, Ray-Ban, nacido para los mandos de la nave o de lo que sea. Estos tipos creen rezumar algo parecido al perfume de la novela homónima. En uno de los saltos del duermevela, yendo de una lógica a otra, lo confirmo: se considera irresistible. A la gente que padece este trastorno le va muy bien en la vida porque contagian su convicción a muchos de sus circunstantes. Piensen en la presidenta de la Comisión Europea, que quedó neutralizada. Vuelvo a fijarme en el asiento de Albares, a ver si está de pie agarrando los mandos como aquellos niños con volantes de plástico en la pared. Pero no es Albares sino Fernando Simón. Siento una taquicardia. Respiro hondo. Estoy a la vez en la cabina de los pilotos y en mi cómodo asiento, emitiendo acaso ronquidos infames. Cuando mi ritmo cardíaco empieza a restablecerse, Simón agarra el micrófono y dice esto: «Se espera un viaje apacible». Ahí ya me derrumbo. El reciente visionado de La sociedad de la nieve hace de las suyas en mi cerebro. Simón está diciendo: «No prevemos que se tengan que comer a más de un pasajero». Me despierto de golpe extendiendo los brazos, golpeando el rostro del vecino pesado y gritando mudamente «¡No!»