ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN
Junqueras y Ortuzar podrán celebrar el triunfo en las elecciones junto a Salvini, Le Pen y Farage, sus alter-egos europeos
NO han pasado ni cien años desde que sus postulados fanáticos devastaran nuestro continente y ya vuelve a la carga con fuerza en España y en Europa la peste nacionalista, empeñada en destruir los pilares sobre los que se asientan nuestro progreso, libertades y convivencia pacífica. Su sustrato «ideológico» (si es que puede otorgarse la categoría de «idea» a los más bajos instintos) es idéntico, aunque la bacteria se haya adaptado a los tiempos con el fin de parecer respetable. En el fondo, estamos ante el mismo supremacismo de casta, la misma búsqueda de un chivo expiatorio sobre cuyas espaldas cargar la responsabilidad de todos los problemas, igual simpleza en la formulación de los mensajes y parecida simbología. También hoy triunfa por doquiera su discurso del odio, sembrado en el terreno abonado de una crisis económica, aunque la gravedad de la situación no tenga parangón con la que se vivía en los años veinte y treinta del siglo pasado. Y, calcando la conducta de sus predecesores históricos, los dirigentes nacionalistas actuales no solo no se manchan personalmente las manos, sino que predican a los cuatro vientos su vocación pacifista, mientras alientan a su parroquia a utilizar la intimidación o recurrir a la violencia con el fin de doblegar a sus adversarios. Son cuña de la misma madera podrida.
Las encuestas se muestran unánimes: el nacionalismo separatista, el nacionalismo desintegrador ganará holgadamente las elecciones municipales tanto en Cataluña como en el País Vasco, de donde ha expulsado prácticamente cualquier viso de resistencia a base de leyes excluyentes, dictadura lingüística, control férreo de la educación, manipulación de los medios de comunicación públicos puestos al servicio de su causa, dominio de las fuerzas de seguridad locales, acoso sistemático al discrepante que osa plantar cara, o a sus hijos, y, durante décadas, tiros en la nuca. El nacionalismo separatista, el nacionalismo desintegrador de España, el nacionalismo supremacista e insolidario que levanta barreras y desprecia al foráneo redondeará su victoria del pasado 28-A con unos resultados espectaculares en sus respectivos feudos. ¿A quién podría extrañarle? Desde los albores de la democracia todo han sido facilidades para que medrara en sus territorios, políticas apaciguadoras, inversiones multimillonarias, «diálogo», sobornos inútiles, manos tendidas al opresor y abandono de sus víctimas. Estas últimas se han marchado, o bien han aceptado el yugo, y el opresor consolida su dominio. El PNV únicamente tiene ya como rival a Bildu, que le disputa la cosecha de nueces. ERC ha barrido del escenario a la antigua CiU y solo en Barcelona se las ve con los Comunes de Colau, que ya tomaron partido en su día apoyando al bloque independentista en el parlamento autonómico. El imperialismo catalanista extiende su manto hacia Baleares y la Comunidad Valenciana, sin perder de vista Aragón, mientras el vasco ansía Navarra, moneda de cambio con el PSOE para un eventual respaldo a la investidura de Sánchez.
Junqueras y Ortuzar están de enhorabuena. Si se cumplen los pronósticos, podrán celebrar el triunfo de sus formaciones junto a Salvini, Le Pen y Farage, sus alter-egos en Italia, Francia y Reino Unido, a quienes las encuestas auguran igualmente fantásticos resultados en las elecciones europeas de sus respectivos países. Brindarán todos a una por el regreso a las fronteras cerradas y la hostilidad entre vecinos. Discutirán, amistosamente, cuál de sus terruños es el mejor y cómo combatir la influencia perniciosa de los forasteros, ya sean castellanos, andaluces o africanos. Sentarán, si nadie le pone remedio, las bases de una nueva tragedia.