IGNACIO CAMACHO – ABC – 06/05/17
· El sentido de la monarquía anglosajona es la expresión histórica de unos valores inmanentes transmitidos por la Corona.
A Felipe de Edimburgo no lo suelen tratar bien el cine y la televisión. Stephen Frears lo retrató en «La reina» como un aristócrata arrogante y estirado, moralmente despreciable y blindado a cualquier empatía con la tragedia de Lady Diana, mientras «The Crown», la brillante serie de Netflix con la que comparte guionista, lo pinta como un joven playboy, un petimetre enamorado de su esposa pero cargado de displicencia ante la rancia corte de San Jaime.
Tal vez ése sea el sentimiento predominante del pueblo británico sobre el consorte de Isabel II, al que los ingleses nunca han acabado de ver como otra cosa que una suerte de advenedizo distante, incómodo en un papel que de entrada le obligó a cambiar su apellido –de resonancias demasiado germánicas para la posguerra– y ni aun así pudo lograr que sus hijos llevasen en primer lugar el de Mountbatten. Sólo el tiempo lo ha acabado asimilando al tradicional atrezzo monárquico como un pintoresco elemento del paisaje; entre altivo y estrafalario, entre bocazas y elegante.
Pese a todo, aquel príncipe grecoalemán se adaptó bien, aunque con eterno aire de refunfuño, al longevo reinado de la decana de las monarquías; próximo a cumplir los 96 tacos seguía manteniendo una agenda protocolaria de casi un acto por día. No es que el trabajo de cortar cintas inaugurales sea especialmente agotador ni que pese a los 5.500 discursos que lleva endilgados destacase en él por una presencia carismática, pero la dedicación revela un decidido compromiso con la Casa. Al fin la reina se ha avenido a jubilarlo exonerándole a tan provecta edad de las obligaciones que detestaba.
Isabel ha relevado a su marido como única respuesta a las sugerencias de que abdicara. Ella se mantendrá al frente de su responsabilidad, determinada como siempre a preservar el rol intangible de la Corona desde un irrenunciable y orgulloso concepto de su misión simbólica. Porque ése es el sentido de la monarquía anglosajona: la convicción de que existen unos valores inmanentes de la nación que se preservan y transmiten a través del Trono como expresión dinástica de permanencia en el tiempo y en la Historia. Lo demás, la solemnidad, la parafernalia, los formulismos, son anécdotas contingentes: liturgia cada vez más escueta de espejos palaciegos y humo de ceremonias.
Quizá eso no lo llegó a asimilar nunca el almidonado duque de Edimburgo, un hombre que se aburría de su vida ociosa porque le falta entendimiento perceptivo, estratégico o cultural, para asumir que forma parte de una representación histórica. Se ha pasado media vida rezongando fastidio, transmitiendo una imagen de indolencia enojosa. Acaso por esa razón el philipexit ha sido recibido con tantas bromas; no porque al fin y al cabo se jubile de no hacer nada sino por no haber alcanzado a comprender que al lado de la reina sólo tenía que limitarse a no hacer otra cosa.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 06/05/17