El Correo-ANTONIO SOLER

Cúanto daría ahora Alfonso Guerra por contar con un tahúr como Suárez al frente del Gobierno

Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se veen a sí mesmos!», sentenciaba el autor anónimo de ‘El Lazarillo de Tormes’ recordando aquel bebé que rompía a llorar viendo a su padre negro, sin reparar el niño en su propia piel oscura. Y, sí, es la cosa de la paja en el ojo ajeno y la viga en el de uno, la rueda de las descalificaciones y el tú más con que se alimenta nuestra política, tantas veces aproximándose al terreno de la picaresca y alejándose de la tarea esforzada de los grandes pensadores y reformistas públicos. Formas de tahúres más que de estadistas. «Tahúr del Mississipi, con su chaleco y su reloj», dijo Alfonso Guerra –para luego desdecirse– de Adolfo Suárez. Imagina uno cúanto daría ahora Guerra por contar con un tahúr como Suárez al frente del Gobierno en este momento de cartas en la manga y negociaciones en penumbra.

Pero son otros tiempos. Ahora Guerra y Felipe y Leguina y Lambán e incluso Borrell, todavía oliendo a Gobierno, están más cerca de aquellos viejos tahúres que de los chalecos y relojes de Esquerra. Ahora el exetarra López de Abetxuko da lecciones en la Universidad y el presidente de la Generalitat corta carreteras como un estudiante revoltoso. Un pícaro que probablemente no sepa que lo es, imbuido como está por el sonido de las trompetas celestiales y los cánticos de libertad que llegan directamente desde el cielo de Waterloo a la cuenca de sus orejas presidenciales.

Tiempo de imposturas, de tesis doctorales fantasmagóricas, presidentas de comunidades que birlan del supermercado cremas anti-edad, bolsas de basura que aparecen en los altillos rebosantes de dinero y cajas fuertes con papeles de los ERE que nos recuerdan a Alí Babá y las lámparas maravillosas. Terreno propicio para el sindicato de la picaresca, perros viejos del estilo Villarejo y Rinconetes sin literatura como el Pequeño Nicolás. Unos poniendo en jaque al Estado después de haberse pasado todas las noches de su vida colocando cepos en cada uno de sus pilares y el otro medrando al estilo de los truhanes de otro tiempo, haciéndole agujeros a la jarra del ciego para beber gratis de la sociedad y andar por palacio vestido de caballero fingiendo alcurnias y bolsas que solo han existido en su imaginación, entrenada desde el parvulario para la estafa, la burla y el latrocinio. Fingimiento, engañifa, espectáculo pagado por las televisiones –casi 250.000 euros se llevó el Pequeño Nicolás de uno de esos programas que hacen caricatura de la pesadilla de Orwell–. ‘Carita de bueno’, decía Esperanza Aguirre que tenía el chaval. Bueno. Dicen que intentó apuñalar a un camarero. Le servían mal. Cosas de vasallos, de hidalgos con alma de plebe, cosas de esa impostura en la que muchos, demasiados, viven instalados, encaramados al primer púlpito que tienen a mano púlpito y predicando sus mentiras a los cuatro vientos.