JON JUARISTI, ABC – 17/05/15
· La invasión de los medios por la cocina de autor, nueva etapa hacia la granja global.
De vez en cuando, alguno de los mendigos que fatigan las pocilgas rodantes en que se han convertido los trenes de cercanías demanda de los viajeros «algo de comer» o «un vale de comedor». Qué tiempos. Los pordioseros de mi infancia pedían de casa en casa «una limosnita» y «un cacho de pan», y mi abuela –que en gloria esté– les daba ambas cosas, una perra gorda y un mendrugo con lardo, porque suponía que todos los pobres españoles eran cristianos viejos como ella. Hoy la mendicidad globalizada y aconfesional juega con la mala conciencia de unas nuevas mayorías sociales cuyo dios es el vientre y que, si bien no pisan iglesias ni restaurantes de más de dos tenedores, se preparan recetas de alta cocina sacadas de la tele o de internet.
Por supuesto, los mendigos posmodernos no pretenden que nadie les ceda su bocata calamares de media mañana. Quieren cash. Si cayera un vale para menú del día, tampoco le harían ascos (puede revenderse). Pero casi nunca cae, porque la gente de corazón de izquierda (como Luis García Montero) y la que viaja en metro o tren de cercanías (como Pablo Iglesias) recuerda aún la burla cruel que consistía en ofrecer a guisa de limosna o propina un terrón de azúcar añadiendo en tono compungido: «No puedo darle más. Tenga, buen hombre, para un café, aunque sea de recuelo». O sea, que quedas mejor ante el mendigo con un «Dios le ampare» a la manera de Larra que partiendo con él tu ración de mortadela como si fuese la capa de San Martín.
El primer acceso masivo de los pueblos de occidente a los platos refinados de las dietas oligárquicas se debió a la invención de la lata de conserva por un ingeniero inglés, Brian Donkin, en 1810. La muy conservadora Albión completaba así la obra social de la Revolución Francesa con un artilugio industrial conservador a más no poder, gracias al cual, cinco años después, los soldados británicos, atiborrados de albóndigas de Hereford con habichuelas, aplastaron definitivamente al famélico ejército del Corso en la morneplaine (Victor Hugo) de Waterloo. Sin embargo, el modernismo proscribió cualquier mención de las latas de conserva en la literatura o en las artes plásticas (según John Carey, los modernistas odiaron las latas, las cámaras fotográficas Kodak y los periódicos, en este orden, considerándolos instrumentos y símbolos de una rebelión cultural de las masas). Qué habrían dicho ante la invasión actual de las parrillas televisivas por la cocina de autor y otras vainas.
Como es sabido, Andy Warhol reivindicó la comida en conserva en su famosa serie pictórica de las treinta y dos latas de sopas Campbell (1962), poniendo fin al modernismo reaccionario. Hay quien sostiene que trataba de exorcizar así la pérdida de aura de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, según el diagnóstico de Walter Benjamin. Pero parece que fue, sobre todo, un sentido homenaje a mamá Warhol, devota de las susodichas sopas. Esto último es lo que sostiene David de Jorge, uno de los poquísimos cocineros españoles que no han incurrido en la abyección ni en la pedantería y que, por eso mismo, acaba de perder su programa en la cadena de televisión preferida de los horteras. Los platos de De Jorge,
RobinFood, posiblemente maten, pero alimentan. Un solo «mollete guarro de lomo», por ejemplo, podría mantener a flote durante un día a todo el monipodio de la línea Cercedilla-Guadalajara. Proclamo pues que la mayor parte de lo que queda en la gastronomía catódica tras la salida de este cocinero vasco y barojiano se reduce a pienso (luego Sanders) bajo un camuflaje de charlatanería ampulosa. Viva Rusia.
JON JUARISTI, ABC – 17/05/15