JON JUARISTI-ABC
- El pinganillo impone una identidad parlamentaria transversal
El pasado martes quedó muy claro en el Congreso que los nacionalistas no creen que las lenguas llamadas propias sirvan para comunicarse. Las conciben más bien como artilugios para crear identidad (lo dejó muy claro Rufián). Hay otros que saldrían más baratos al erario. Por ejemplo, la boina. El historiador neoyorkino Gabriel Jackson solía contar que el exministro peneuvista Manuel Irujo le paró cuando paseaba por la Quinta Avenida tocado con una auténtica Elósegui, y le dijo, muy conmovido: «Jackson, con esa chapela tiene usted un perfil más vasco que el de Sabino Arana». Pues eso, bastaría comprar una partida de boinas, barretinas y monteiras unisex para que la peña centrífuga se ahorrara el esfuerzo denodado de tener que expresarse en sus lenguas minoritarias y perseguidas sin compasión.
Porque es que se ponen muy nerviosas sus señorías cuando deben hacerlo desde la tribuna. Le pasó incluso a la diputada Aizpurúa, que es de Usúrbil (Guipúzcoa), y que aprovechó para decirnos eso de que en Euskal Herría ellos, los de Bildu, quieren vivir en eusquera. Pues qué bien. Otros muchos vascos querían vivir, a secas, y los de Bildu en su anterior encarnación no les dejaron vivir, ni en eusquera ni en castrapo. Pero, bueno, pelillos a la mar. El caso es que cuando Aizpurúa arguyó que el eusquera les permitía afirmar que son una nación (¿quiénes? ¿Los de Bildu?) dijo «Naziobask… gara» («somos Naziobask…»). Los nervios y la emoción. Creo que intentaba decir «nazio bat gara», pero le salió Naziobask, una marca interesante, como Confebask, la Confederación Empresarial Vasca, o Mediabask, una distribuidora donostiarra de películas. A Bildu le viene como hecha a medida.
Las lenguas minoritarias no crean identidad. Las mayoritarias tampoco, pero sirven para comunicarse. El español, por ejemplo, lo hablan cientos de millones de semovientes con nacionalidades e identidades subnacionales muy diversas, como jalapeños, sefardíes o guipuches, y a ninguno de sus hablantes le provoca sarpullido identitario.
Lo que ya ha creado identidad, al menos en la indiferenciada masa parlamentaria, es el pinganillo. El uso cotidiano del pinganillo define desde el martes pasado una identidad estocástica que, en mi opinión, será difícil denominar de otra forma que no sea la autorreferencial. El conjunto de los usuarios habituales del pinganillo podría ser llamado «bloque pinganillo» y cada uno de sus integrantes recibiría el marbete de «pinganillo» o «pinganilla», para evitar el sexismo. Tal marbete podría incluso convertirse en nombre propio de cada uno de sus componentes, al que se le añadiría el apellido del diputado o diputada, ministro o ministra, y así se hablaría de Pinganillo Iceta o de Pinganilla Armengol. El caso es que se les pueda distinguir con suficiente claridad del resto de los homínidos.