ETA carece de alternativa diferente a la de alianza independentista encabezada por la izquierda abertzale adoptada por los de Otegi, y que solo es viable con la disolución de la banda. Tal vez ocurra que, como en las viejas escisiones de ETA, una vez verbalizado el rechazo de la violencia, aunque se justifique con razones oportunistas, el enfrentamiento y ruptura con la banda y lo que representa sean interiorizados más rápidamente de lo que ellos mismos pensaban.
Si las pruebas parcialmente conocidas ayer son todas las que dispone el Ministerio del Interior para sostener las demandas de la Fiscalía y la Abogacía del Estado para oponerse a la inscripción de Sortu, la impugnación no será fácil. Si se trata de demostrar que sus impulsores son los mismos de siempre, los cuales pretenderían «suceder o continuar la actividad de la formación ilegalizada», podrían haberse ahorrado el esfuerzo: ellos mismos lo han reconocido al encargar su presentación pública a Iruin y Etxeberria. La cuestión es si el rechazo de la violencia en términos equiparables a los exigidos por sentencias anteriores de los tribunales Supremo y Constitucional es suficiente prueba de ruptura con ETA (y con el pasado compartido con la banda).
Una posibilidad equivalente a la pistola humeante aparecida en manos del sospechoso sería que se descubriera un documento o grabación que desvelase la existencia de un pacto secreto entre Batasuna y ETA por el que la segunda aceptaba que la primera fingiera una ruptura total a fin de poder legalizar su nueva formación, con el sobrentendido de que una vez alcanzado ese fin todo volvería a ser como antes. Es poco probable que aparezca una prueba tan concluyente, por más que haya indicios visibles de que ETA deseaba contar con un partido legal sometido a su autoridad. Pues lo que el Tribunal Supremo tendrá que dilucidar es si Sortu es ese partido o uno independiente de la banda. Cada día parece más claro que ha sido una decisión acertada no dar por buena la inscripción sino poner en marcha el mecanismo que haga obligatoria la intervención de los tribunales. Por razones jurídicas, ya que es con criterios de ese orden como deben valorarse los indicios y pruebas presentados, pero también por motivos políticos: para que el desenlace llegue con el aval de los más altos tribunales, y no simplemente del Gobierno; y para que, en aplicación del procedimiento previsto en la Ley de Partidos, los interesados tengan la oportunidad de despejar las dudas planteadas por la posible contradicción entre la letra de los estatutos y otros elementos a considerar.
Por ejemplo, las evidencias escritas de que hasta fecha reciente ETA y Batasuna han compartido una estrategia basada en la rentabilización de la violencia pasada y la amenaza de reanudarla a fin de obtener concesiones políticas en una negociación «sobre las causas del conflicto». Las entrevistas recientes con Otegi y Etxeberria muestran la permanencia de ese planteamiento, que también aparece en el Acuerdo de Gernika firmado por la izquierda abertzale con otras formaciones soberanistas, y en las iniciativas propiciadas por el mediador Currin. Y ni en los estatutos de Sortu ni en los pronunciamientos de sus impulsores y promotores aparece ningún síntoma de renuncia al mismo.
Esto plantea un problema porque lo que la izquierda abertzale tiene que demostrar es que ha dejado de ser un instrumento de la estrategia terrorista, motivo de su ilegalización. No habría mejor forma de probar que esa vinculación ha cesado que la renuncia a propiciar e incluso participar en tal negociación. Pero ha evitado hacerlo, lo que a su vez podría explicar que el rechazo de la violencia se exprese en tiempo futuro («si la hubiere»), evitando referencias a la ya producida. Se trataría de acogerse, como posición de consenso dentro de la izquierda abertzale, a la teoría de que la violencia estuvo justificada en el pasado pero ya no lo está. La intención sería desentenderse de su responsabilidad en el fin de ETA, que permanecería como amenaza latente mientras se negocia el programa abertzale.
Es posible, sin embargo, que la situación esté cambiando. La resistencia del Gobierno y los partidos democráticos, incluyendo el PNV (al menos el sector mayoritario, encabezado por Urkullu), a un final negociado, unida al acoso policial y judicial, llevó a un sector de Batasuna al convencimiento de que no habría legalización sin retirada de ETA. Pero la negativa de la banda a eclipsarse provocó un pulso por decidir quién mandaba, si la política o la pistola. Hay síntomas de que esta vez puede imponerse la primera, sobre todo porque ETA carece de alternativa diferente a la de alianza independentista encabezada por la izquierda abertzale adoptada por los de Otegi, y que solo es viable con la disolución de la banda.
Tal vez ocurra que, como en las viejas escisiones de ETA, una vez verbalizado el rechazo de la violencia, aunque se justifique con razones oportunistas, el enfrentamiento y ruptura con la banda y lo que representa sean interiorizados más rápidamente de lo que ellos mismos pensaban. Los miembros de ETApm que abandonaron las armas en 1982 lo hicieron al grito de «no nos arrepentimos de nada», pero apenas dos años después habían renegado de su pasado y combatían desde Euskadiko Ezkerra el fanatismo de la ETA sobreviviente.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 17/2/2011