TONIA ETXARRI-EL CORREO

Cuando los planes se tuercen, a cuatro meses de una cita en las urnas, hay que estar preparados para cualquier viraje de última hora del perjudicado, en este caso Pedro Sánchez. Su gobierno no contaba con la piedra del juez Pablo Llarena. Había respirado aliviado al saber que al juez instructor no le quedaba más remedio que exonerar a Puigdemont del delito de sedición, porque el Gobierno lo ha borrado del Código Penal, pero no esperaba que el magistrado se aferrase a la malversación «agravada», y no atenuada, para el prófugo. Una ducha escocesa para Puigdemont al que, en principio, le espera menos prisión pero más inhabilitación.

El auto del juez Llarena ha contrariado tanto al entorno de Sánchez que han iniciado una cascada de descalificaciones contra él por meterse donde no le llaman. Tal cual. «Pedimos que cada uno ejerza su responsabilidad», le conminó la ministra de Hacienda, María Jesús Montero. En otras palabras: zapatero, con perdón, a tus zapatos.

Pero los zapatos de Llarena estaban bien calzados. Al criticar al Gobierno por haber eliminado el delito de sedición, el juez instructor se dedicó, en su auto, a hacer un análisis del cambio de ley que debe aplicar. Todo un escándalo para sus críticos. El caso es que el Gobierno ha legislado con tanta urgencia electoral que su reforma contiene errores de bulto que le perjudican en su intención de liberar a sus socios independentistas de cualquier carga penal por los delitos cometidos.

Creyeron que al añadir el ‘ánimo de lucro’ para la malversación, los líderes del ‘procés’ se librarían porque no se enriquecieron a título personal. Pero muchos expertos aseguran que el ‘ánimo de lucro’ no se limita al aprovechamiento propio y los tribunales lo pueden aplicar también cuando el dinero se desvíe a los intereses de un partido o de una campaña de promoción como la del secesionismo. De ahí, la malversación agravada. En fin, un fiasco.

El problema no ha sido Llarena. El problema radica en una reforma del Gobierno poco rigurosa. Como tantas otras. Pero lo que más ha dolido en La Moncloa ha sido su radiografía al desnudo. Haber dicho que el Estado, sin el delito de sedición (o de atentado contra la unidad territorial, como lo llaman en los países de nuestro entorno) queda desarmado ante la repetición de un alzamiento tumultuario contra la Constitución como el que se produjo en 2017. Manuel Marchena, desde el Tribunal Supremo, no podrá afirmar cuál es su criterio sin haber oído antes a las partes y al fiscal. Está en ello, siendo muy consciente de que, aunque Llarena ha señalado un punto de partida, el órgano de enjuiciamiento (Tribunal Supremo) no puede verse condicionado por el juez instructor.

Los secesionistas, tan insaciables, esperan contrariados. No ha salido la hoja de ruta como les contó Pedro Sánchez. Puigdemont quiere volver por la puerta grande y Junqueras presentarse a las elecciones. Tampoco les ha gustado que el gobierno dé por hecho que el ‘procés’ ha terminado. Los de ERC, condicionados por Junts, se ven obligados esta semana a estar en la procesión y repicando. Aragonès en la Cumbre hispanofrancesa del jueves en Barcelona y Junqueras manifestándose en la calle. Las encuestas siguen radiografiando la tendencia a la baja de la izquierda. Muchos votantes del PSOE no acaban de entender el sometimiento del gobierno a las exigencias de los secesionistas catalanes. Es algo más que el ‘ruido’ que percibe el presidente del Gobierno.